Ensayista, narrador, cronista, poeta, purista
del lenguaje, gramatologo y critico literario ..

viernes, 27 de noviembre de 2009

López, Gómez, Santos y Ospina

Los cuatro fantasmas de la oligarquía


Desde que se produjo la oportuna y certera caída del desprestigiado régimen conservador en 1930, después de permanecer en el gobierno durante más de cuaren­ta años consecutivos -que se habían iniciado con la Constitución del 86- y se produce la victoriosa llegada del liberalismo al poder con el triunfo arrollador de Enri­que Olaya Herrera, no ha habido presidente en nuestro des­vertebrado país que no descienda directa o indirecta­mente de los cuatro grandes fantasmas de la oligarquía colombiana: Alfonso Ló­pez Pumarejo, Mariano Ospina Pérez, Eduardo Santos Montejo y Lau­reano Gómez Castro. Nacidos todos en los últimos quince años del si­glo XIX y pertenecientes a la llamada "Generación del Centenario" -que tuvo su florecimiento en 1910 para conmemorar los primeros cien años del grito de la Independencia Nacional- éstos son los miembros más so­bresalientes del centralismo oligárquico y los que más han influido en la política colombiana de los últimos cincuenta años.


Sin excepción, todos los mandatarios del país -empezando con los cuatro escogidos en el cuestionado y polémico Frente Nacional y los ocho elegidos posteriormente- presentan, en una u otra forma, la marca imborrable del estilo y la idiosincrasia ideológica seguida por estos per­sonajes. Con absoluta certeza podemos afirmar que son herederos pri­marios de "La Revolución en Marcha" emprendida por Alfonso López Pumarejo: Alberto Lleras Camargo, Alfonso López Michelsen, Julio Cé­sar Turbay Ayala, Ernesto Samper Pizano y el recién elegido Alvaro Uribe Vélez. En la línea de "La Unión Nacional" de Mariano Ospina Pérez aparecen Misael Pastrana Borrero -fue su secretario privado- y Andrés Pastrana Arango. Por el sendero de Eduardo Santos desfilan Carlos Lle­ras Restrepo, Virgilio Barco Vargas y César Gaviria Trujillo, y en el regazo de Laureano Gómez -"El Hombre Tempestad"- encontramos a Guiller­mo León Valencia y Belisario Betancur. El prematuro fallecimiento de Enrique Olaya Herrera en 1937, le impidió hacer escuela y establecer, al igual que sus contemporáneos, una línea de conducta que se reflejara en las generaciones posteriores.


Como vemos, la poderosa influencia que vienen ejerciendo los cua­tro insuperables jefes de los partidos tradicionales -dos liberales y dos conservadores- en el desarrollo de la democracia colombiana y en la escogencia y elección de los presidentes de la república, es innegable. Y en su época, para atraer los afectos de la opinión nacional, todos ejer­cieron el periodismo con singular aceptación en uno o varios órganos informativos de su propiedad: López Pumarejo en El Liberal, El Republi­cano y El Diario Nacional, Ospina Pérez en las hojas de La República, Eduardo Santos, primero en La Revista y más tarde en El Tiempo, y Laureano Gómez en La Unidad y posteriormente en las demoledoras páginas de El Siglo. Por esto hoy, después de varias décadas de falle­cidos, se oye hablar con mucha fogosidad del liberalismo del López Pu­marejo o del conservatismo de Ospina Pérez. El estigma pervive como un fantasma indestructible en la turba de ineptos politiqueros que pululan en todos los rincones de Colombia.


Sin embargo, al tiempo que surgen líderes de reconocida talla para conducir al país, el pueblo es consciente de que aquel aspirante que no sea del agrado de los herederos de los cuatro grandes fantasmas de la oligarquía, jamás llegará a la jefatura del Estado. Y aunque en una época, el doctor Laureano Gómez habló de los cuarenta presidenciables para ocupar los cuatro períodos del Frente Nacional, cada uno de los jefes naturales terminó seleccionando e imponiendo al prohijado de sus preferencias. Muchos de los supuestos elegibles -como el barranquillero Evaristo Sourdis y el mismo Alvaro Gómez Hurtado- se fueron a la tumba con sus sueños frustrados. Y, precisamente ahora, éste es el mismo cedazo que le acaban de aplicar al humilde candidato Horacio Serpa Uribe para impedirle su entrada a la Presidencia de Colombia. Es lamentable que aún sigamos siendo víctimas de los venenosos tentáculos de la vieja y desprestigiada oligarquía colombiana.

Las veleidades de la educación colombiana





Nunca, a través de los largos años que llevo ejerciendo la cátedra de Literatura y Lengua Castellana en el Instituto Simón Araújo, he gastado mi tiempo leyendo política educativa o más concretamente la graforragia folletinesca que con mucha frecuencia produce el Ministerio de Educación Nacional. Jamás he asistido, ni por simple curiosidad, a ninguno de los foros, seminarios o talleres, que con mucha regularidad se realizan en Sincelejo u otras ciudades y que solamente sirven para desperdiciar el tiempo y hacer divagaciones y planteamientos simploides que no reportan ningún beneficio, y, la mayoría de las veces, enfrascarse en especulaciones estériles que fastidian hasta la saciedad y que concluyen desbaratando los mencionados encuentros. No conservo en mi biblioteca un solo libro, un solo documento que se refiera a estos temas cansones y vacuos en donde los ministros de turno consignan la vaguedad de sus experimentos con la intención de pasar a la historia y donde son notorias la incapacidad, la ignorancia y las veleidades de los mismos.

Hace algunos años, cuando se promulgó la renombrada Ley General de Educación, ésta se convirtió en el plato del día y era común encontrar a los docentes desesperados por conocer su contenido. Vinieron las infinitas interpretaciones de la misma y soportamos largas jornadas en donde no se hablaba de otra cosa. Algunos educadores solían cargarla a todas partes y llegaron hasta el ridículo de recitar de memoria sus parrafadas insípidas para con ello demostrar dominio sobre su articulado incoherente e incomprensible. Posteriormente, ocurrió lo mismo con los llamados decretos reglamentarios, y fueron muchos los ilusos que pretendieron descrestar y convertirse en exégetas para hacer disertaciones interminables y tediosas sobre los mismos. A todo esto se desbandó el cataclismo de los "Proyectos Educativos Institucionales" que se convirtieron en las tres comidas diarias, nos fastidiaron hasta el exceso y desbordaron los límites de la mediocridad y las frivolidades en algunas instituciones. Hoy, parece que ha pasado el ventarrón de los "PEÍ" y la política educativa gira en torno de otros aspectos experimentales y sigue dando tumbos alrededor de las chambonerías de los burócratas que transitoriamente ocupan la Cartera de Educación.

Infinitas, son las reformas que ha sufrido la educación desde los gobiernos del Frente Nacional, los posteriores y los actuales, y puede afirmarse con certeza que todas ellas han quedado derrotadas en mitad de la vía. Algunas por su transitoriedad, otras por su inconsistencia y la mayoría por la incompetencia de los ministros, que no han tenido los suficientes fundamentos intelectuales para llevar a cabo sus propósitos. Los sistemas de evaluación vienen variando en forma permanente sin arrojar ningún resultado positivo y cada día la educación se ve afectada por la negligencia, la apatía y la vulnerabilidad de sus formulismos. Ningún ministro —del medio ciento que ha ocupado este cargo desde los albores del Frente Nacional— puede abanderarse de una verdadera reforma educativa que haya dado frutos y pueda catalogarse fértil en la enseñanza colombiana. No ha habido un solo ministro que por equivocación haya sido maestro de escuela o licenciado en Ciencias de la Educación. Por el contrario, por ese puesto han desfilado ganaderos, comerciantes, industriales, banqueros, abogados, médicos, administradores de empresas, economistas, sociólogos y muchos profesionales más ajenos a la docencia.

La llamada calidad de la educación —de la que tanto hace énfasis el alto gobierno— hoy no es más que una frase de cajón que retumba constantemente en las instituciones y en todos los eventos que se realizan para cuestionar los intrincados vericuetos del sistema educativo. Considero que todas estas seudo reformas, todos estos embelecos que frecuentemente sorprenden a la educación y que no son más que simples copias o imitaciones de los modelos extranjeros, no benefician, en lo más mínimo, la calidad del conocimiento. Todo lo contrario, contribuyen a empeorar el sistema y desgastan en forma continua a todos los estamentos del panorama educativo. Frente a esta andanada de cambios inútiles, la gente se encuentra estupefacta y no sabe qué hacer. Algunos pierden su tiempo haciendo eco en estas reformas, sienten satisfacción y se sacian especulando sobre la pajoterapia educativa. Yo, en lugar de malgastar mi tiempo leyendo estas trivialidades, lo disfruto en lecturas más productivas, más universales, más trascendentales, es decir, en verdaderas lecturas que sí van a contribuir en el enriquecimiento de mi formación intelectual y me van a ubicar como un verdadero maestro dentro del salón de clases. Esta apreciación, con todo el respeto que me merecen, se lo recomiendo a todos los profesores del magisterio colombiano.

En los grados escolares



Profanados la toga y el birrete


En estos días, nuevamente hemos tenido la oportunidad de presenciar los espectácu­los más ridículos que suceden todos los años y que sólo sir­ven para provocar la risa y el desconcierto del público: la gran cantidad de estudiantes mediocres disfrazados folclóricamente con la ceremoniosa toga y el fastuoso birrete, pres­tos para recibir en sus colegios el devaluado diploma de bachiller. Esta insólita costumbre que está muy de moda en los últimos años y se ha extendido por gran parte del territorio nacional no deja de ser un negocio bastan­te rentable para los visionarios que tuvieron la fabulosa idea de fabricar estas prendas para con ellas cautivar a los despistados estudian­tes, aprovecharse de su versatilidad y conse­guir su aceptación para el suministro de las mismas. Por eso, apenas despuntan los me­ses de septiembre y octubre comienzan los ávidos proveedores a visitar los colegios para ofrecer el alquiler, y entonces se suscita la dis­cusión de los alumnos de último año sobre el vestido de grado, quienes finalmente quedan maravillados por la imponencia de esta vesti­menta y terminan aprobando la utilización de la inusitada prenda en el acto de graduación.


En efecto, es lamentable la depreciación que última­mente vienen sufriendo la toga y el birrete, las cuales desde épocas remotas son prendas que han sido reservadas para lucir en las grandes y solemnes ceremonias. En la anti­güedad la toga constituyó el traje nacional de Roma y como tal fue utilizado por los más pres­tigiosos historiadores, políticos y oradores de ese colosal imperio, entre quienes se desta­caron Julio César, Tiberio, Pompeyo y Cicerón. Posteriormente, y junto con el birrete, pasó a convertirse en el atuendo de ceremonia que utilizan los altos magistrados de las cortes, los jueces de los imponentes tribunales de la justicia, los miembros de las celebérrimas academias del mundo y los catedráticos des­tacados de las más famosas universidades. En países como Estados Unidos, España, Fran­cia, Inglaterra, México, Venezuela y Argentina, estas prendas son el símbolo del respeto, la academia, la justicia y la idoneidad. Recono­cidas universidades del mundo, como la de Har­vard, la Complutense, la Autónoma de Méxi­co, la de Salamanca y La Sorbona, utilizan este traje con mucha veneración. En Colombia, la hacen lo mismo la Pontificia Uni­versidad Javeriana, la histórica Universidad del Rosario y nuestra insuperable Universi­dad de Cartagena.


En la actualidad, abusar de la toga y el birrete para graduar bachilleres —inclusive alumnos del Kinder y la primaria— es una tí­pica deshonra y una verdadera profanación para esta tradicional prenda. Utilizar un traje sencillo y sobrio, sería lo más procedente para concurrir a un acto de esta mediana catego­ría. Además, si en cada colegio analizamos detenidamente el perfil de los graduandos, apenas un bajo porcentaje estaría apto para lucir esta augusta vestimenta, y sólo aquellos alumnos —infortunadamente la minoría—que durante sus estudios se distinguieron por el respeto, la consagración, el don de gente y la solidez en sus conocimientos, serían los únicos escogidos para utilizarla en una ceremonia de graduación. Los otros —que son la mayoría— y que en el transcurso del bachillerato se carac­terizaron por la irresponsabilidad, la apatía, ganaron los años a empujones, pasaron inad­vertidos y prácticamente culminaron los estu­dios casi sin saber leer ni escribir, estarían veta­dos moralmente para disfrazarse con esta sa­grada indumentaria al recibir el inmerecido y desprestigiado cartón de bachiller.


Por otra parte, en medio de todo este ambiente grotesco, es sorprendente el áni­mo de los veleidosos estudiantes para uni­formarse con la toga y el birrete en los fule­ros actos de graduación. Para ellos la utiliza­ción de estas prendas es como una especie de revanchismo contra el pésimo comporta­miento y el bajo nivel académico que han observado durante los años del bachillerato. Y obedeciendo a estas razones, muchas ve­ces los alegres graduandos cometen actos bochornosos en las sesiones de grado. Los hemos visto gritar, rechiflar, hacer relajo, qui­tarse las togas y lanzar los birretes al aire como muestra del júbilo que los acompaña en el momento de recibir un devaluado car­tón que no están en condiciones de susten­tar ni representar cuando se enfrentan a la sociedad. Y como cada año es mayor el nú­mero de bachilleres en Colombia, el disfraz de las togas seguirá siendo un negocio re­dondo para los empresarios y el público con­tinuará presenciando estos ridículos espec­táculos en las sesiones de promoción.

























jueves, 10 de septiembre de 2009

Un síndrome de moda

Los estragos de la "celotipia"
No logro explicarme cómo existen matrimonios que conviven tantos años bajo el imperio de la celotipia, y esta relación les resulta tan normal y placentera que parece no afectarlos en lo más mínimo. Y lo más llamativo de esta aberrante enfermedad, consistente en el desbordamiento excesivo de los celos pasionales, es que logra compenetrarse tanto con la gente, que las parejas terminan disfrutándola y creando una mutua dependencia: no pueden estar el uno sin el otro, y a los dos les hace falta el conflicto permanente originando por el rencor de los celos patológicos. Actualmente, como es de conocimiento público, la celotipia persigue a un alto porcentaje de los hogares colombianos –y tal vez del mundo entero-, y ésta es la causa para que con marcada frecuencia observemos las tragedias familiares que ocurren en el país, y que se convierten en noticias de primer orden en todos los medios informativos, sobre todo, en aquéllos de temperamento amarillista. Muchos desastres suceden cuando uno de los protagonistas está bajo los efectos del alcohol o de cualquier otro tipo de alucinógeno. Este es el momento para que los celos desmedidos se apoderen de él, y entonces cruzan por su mente las más absurdas visiones: ve a su pareja en brazos de otro u otra, besándose apasionadamente e, incluso, la percibe en plena acción de las relaciones sexuales.

De acuerdo con las más recientes investigaciones sicológicas, está comprobado que la persona celotípica actúa de manera irracional y jamás alcanza a tener un instante de tranquilidad. Por su imaginación sólo desfilan los contactos clandestinos, las citas furtivas y las escenas eróticas –propiciadas por su pareja- que le producen los celos excesivos. Debido a esto, al afectado constantemente lo asalta el temor de perder el afecto de su cónyuge –u otra persona-, siendo esto, por tanto, reflejo de un estado permanente de inseguridad, acompañado con sentimientos de inferioridad, que se traducen en frecuentes manifestaciones de violencia, de odio y de agresión verbal. En otras personas, los mismos celos, más profundos y desconectados de la realidad, pueden corresponderse con intenciones sadomasoquistas de la personalidad y formar parte de un complejo sicótico-paranoide que las perturba insistentemente, pues a cada quien le hace falta el rival para generar los conflictos, porque sus celos, como es obvio, se basan en puras fantasías. Un caso típico de esta aberración sucedió hace poco en Barranquilla, cuando un atarván enloquecido, presa de sus celos enfermizos, estuvo a punto de acabar con su mujer. Y hace ya casi doscientos años, Manuelita Sáenz, enfurecida por la celotipia, casi le mutila una oreja a Simón Bolívar, cuando se enteró de que éste había pasado una noche completa follando con una dama de la sociedad limeña en la quinta de La Magdalena. Este, fue uno de los tantos arrebatos pasionales que protagonizó “mi amable loca”, como solía llamarla El Libertador.

Sinceramente, considero que vivir bajo el acecho de la celotipia debe generar una situación difícil y tormentosa para cualquier matrimonio, y tenemos conocimiento de que este síndrome viene acompañando a la humanidad desde tiempos antiquísimos, y actualmente es el plato de entrada en muchos hogares del mundo. Yo, particularmente, he sido testigo de algunos casos sui generis que me han llamado mucho la atención. En una época, hace ya largos años, tuve un amigo –hoy en uso de buen retiro- que estuvo a punto de morir acribillado por su esposa, quien, víctima de un ataque de celotipia, le reclamaba que había pasado toda la mañana con otra mujer. Ignoraba la furibunda señora que su inocente marido había estado varias horas del día tomando cervezas conmigo. Sin embargo, lo más curioso del conflicto era que mi amigo gozaba, según me parecía, con los reclamos insistentes de su mujer, y para enfurecerla él mismo se manchaba la camisa con pintalabios, guardaba en los bolsillos papelitos con números telefónicos y nombres ficticios o se hacía enviar mensajes cifrados desde otros lugares. Y como era de esperarse, la mujer enloquecía de furia ante las evidencias, y el personaje de marras encontraba un pretexto para largarse nuevamente. Hoy, me atrevo a pensar que las argucias de mi amigo son utilizadas, con toda seguridad, por muchas personas. Solo así se justifican los estragos permanentes que viene ocasionando la celotipia en los hogares colombianos.

Los lectores cacheteros

"Una fauna inagotable"
Con mucha frecuencia vengo observando que los puestos de revistas en los supermercados y almacenes de cadenas permanecen en un completo desorden. La mayoría de las publicaciones que allí se exhiben presentan las carátulas arrugadas y grasosas, las páginas manchadas y dobladas, y es difícil encontrar con prontitud una determinada revista porque en todos los muestrarios reina una total confusión. El orden que les asignan los distribuidores se ve estropeado por el voluminoso caudal de lectores piratas y ocasionales, que llegan a estos sitios a manosearlas, hojearlas y leerlas gratuitamente. Por eso, siempre encontramos al pie de los exhibidores una cantidad de gente que se aposta tranquilamente, impidiendo con ello la libre circulación de los clientes habituales y los compradores casuales.

En otras ocasiones, la costumbre de los “lectores cacheteros” traspasa los límites del cinismo, pues para leer con mayor comodidad cargan las revistas hasta los comedores y cafeterías que comúnmente tienen estos almacenes. Y también he observado que cada especie tiene sus lecturas preferidas. Las mujeres, por ejemplo, se entretienen hojeando “Vanidades”, “Jet Set”, “Gente”, “Caras”, “Cromos”, “Alo”, “TV y novelas” y otras publicaciones del espectáculo y la farándula sensiblera. Los hombres, por supuesto, son fanáticos de “Semana”, “Cambio”, “Poder”, “Muy interesante” y demás ediciones que orientan temas políticos, económicos y tecnológicos. Ellos, rápidamente memorizan los detalles más importantes para salir a descrestar y sembrar la imagen de que son lectores consagrados o suscriptores de estos órganos informativos.

Y, lógicamente, para combatir esta aberrante costumbre de la plaga cachetera, muchas casas editoriales se previenen y distribuyen sus revistas en bolsas herméticamente cerradas. Tal es el caso de las coleccionables “Credencial”, “Diners” y otras ediciones, nacionales o extranjeras, que frecuentemente incluyen temas culturales, tecnológicos y científicos, muy beneficiosos para los lectores. También, algunos almacenes se han prevenido y para controlar el caos, ya empezaron a forrar con papel plástico las publicaciones más apetecidas por la piratería lectoral, han fijado letreros que prohíben el manoseo permanente o han asignado vigilantes que les impiden a los clientes tener acceso a las páginas interiores. Sin embargo, no falta quien viole las normas, y siempre encontramos, sobre todo mujeres, revisando y hojeando las revistas, tranquilamente y sin ningún recato.

Con la lectura de los periódicos casi sucede lo mismo, pero con una ligera diferencia: los vendedores alquilan los diarios por una mínima cantidad durante diez o quince minutos, o mientras dure la revisión total. Otros, sólo los prestan para fotocopiar los crucigramas, actividad muy en boga que se ha convertido en el pasatiempo favorito de muchísimas personas. Y en las bibliotecas y hemerotecas públicas, la situación es aún más alarmante. Aquí, los diarios y revistas no dan abasto para satisfacer la gran cantidad de lectores improvisados que llegan a estos sitios a buscar información de última hora, sea local, regional o nacional, para de inmediato salir a especular y sentar cátedra en los corrillos callejeros o en los tertuliaderos de poca monta. Esto, como es natural, los complace profundamente y les alivia el reconcomio que les perturba el espíritu.

Empero, lo más censurable en este insólito bailongo es la cicatería de la gente, que siempre se muestra apática a la compra de cualquier medio informativo por muy barato que sea. Una costumbre que ha hecho escuela y tiene una profunda cimentación en el país entero, donde, según estudios realizados por prestigiosas instituciones, el nivel de lectura es paupérrimo y la inversión bibliográfica casi nula. Y a esta crítica situación han surgido como paliativos los novísimos medios de información electrónica, pues son muchísimos los que afirman que “ellos no necesitan comprar ningún libro o revista, porque todo lo leen en internet”. Expresión que sólo refleja un tinte de total mediocridad, y nos deja bien claro que, mientras no exista una conciencia de lectura consagrada, los lectores cacheteros seguirán conformando, per saecula saeculorum, “una fauna inagotable”.

viernes, 14 de agosto de 2009

El Partido Conservador

La fuerza que no decide
En 1946, la postulación de dos candidatos liberales a la presidencia de la república, Gabriel Turbay y Jorge Eliécer Gaitán, facilitó el triunfo del aspirante conservador Mariano Ospina Pérez, cuya campaña electoral escasamente alcanzó un mes y había surgido en los últimos días, proclamada por el doctor Laureano Gómez, a raíz de la división irreconciliable de los candidatos del Partido Liberal. En 1982, se repite el mismo fenómeno: la división del liberalismo entre Alfonso López Michelsen y Luis Carlos Galán deja el camino expedito para que el conservador Belisario Betancur llegue a la jefatura del Estado sin mayores contratiempos. Está claro que en este triunfo influyeron grandemente las propuestas estelares de su campaña proselitista: “universidad a distancia” y “casas sin cuota inicial
Estos dos hechos históricos guardan estrecha relación con el episodio ocurrido en 1930: la división del Partido Conservador, ocasionada por los dos aspirantes Alfredo Vásquez Cobo y el poeta Guillermo Valencia, promueve la candidatura y el triunfo del liberal Enrique Olaya Herrera. No obstante, el caso más llamativo, relaciónándolo con estos hechos, lo pudimos apreciar en el 2002, cuando el liberalismo nuevamente llega dividido a las elecciones con las candidaturas de Horacio Serpa Uribe y Álvaro Uribe Vélez. El Partido Conservador fue incapaz de aprovechar el divisionismo liberal para lanzar un candidato propio, y terminó apoyando al aspirante antioqueño. Carlos Holguín Sardi, entonces director de esa bancada, se contentó afirmando que “apoyaban a Uribe Vélez porque era el aspirante que mejor encarnaba la ideología y los principios democráticos del Partido Conservador”
Esto quiere decir que los dirigentes conservadores sabían de sobra que desde hace mucho tiempo vienen en desventaja popular y que ya no cuentan con el electorado suficiente para conquistar la presidencia de la república. De donde se deduce que el conservatismo en estos momentos es “una fuerza que no decide”, y que los miembros que hoy lo conforman son los escasos descendientes de aquellos “godos de arraigo” que hace más de medio siglo se regodeaban diciendo que pertenecían al Partido Conservador. Y esto lo pudimos apreciar en 1990, cuando Rodrigo Lloreda Caicedo, el candidato oficial de esa colectividad, fue duplicado en votos por el doctor Álvaro Gómez Hurtado, quien había liderado una campaña electoral de escasos dos meses al frente de su recién fundado “Movimiento de Salvación Nacional”.
Y si nos detenemos a revisar el triunfo de Andrés Pastrana, también sabemos de sobra que un alto porcentaje de sus electores, antes de votar por él, lo hicieron contra el “narcoescándalo” que originó el proceso 8000 y que estaba representado por Horacio Serpa Uribe, el fiel escudero, en ese entonces, de Ernesto Samper Pizano. Como estaba el país en aquel momento, cualquier otro candidato que se hubiera enfrentado a Serpa, habría estado en condiciones de derrotarlo con facilidad. Y, lógicamente, para asegurar el triunfo, Pastrana canalizó el rechazo del sentimiento nacional y, como estrategia maestra, se interno en las selvas de Caguán para entrevistarse con Marulanda y demostrarles a los colombianos que se columbraban buenos vientos en el proceso de paz. Del repentino encuentro quedó como testimonio la foto que le dio la vuelta al mundo, donde aparecen el líder guerrillero y el aspirante conservador vistiendo un suéter amarillo.
“El Partido Conservador no existe” manifestó en diversas oportunidades el doctor Alvaro Gómez Hurtado. Él, mejor que nadie, sabía la crisis política e ideológica que venía atravesando esta colectividad, la misma que a comienzos del siglo pasado era la fuerza mayoritaria en Colombia. Y fue certera esta afirmación, porque actualmente es poco lo que queda y está en condiciones de decidir este partido. Y con toda seguridad, cuando se definan los aspirantes definitivos a la presidencia, el Partido Conservador terminará apoyando, naturalmente, al candidato uribista. Entonces quedará convertido en “el bobo del pueblo”, así como lo calificó el doctor Laureano Gómez en un editorial de El Siglo en l946.

lunes, 10 de agosto de 2009

Novedad bibliográfica

El diccionario panhispánico de dudas
En 1997, cuando se celebró en Zacatezas, México, el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, Gabriel García Márquez, quien figuraba entre los más ilustres participantes del evento, salió con un disparate que causó la burla y el desconcierto, no sólo en la totalidad de los académicos e intelectuales asistentes, sino en todas las personas del mundo entero que en ese momento gozaban el privilegio de hablar la gloriosa y transparente lengua de Cervantes: “eliminar la ortografía del castellano”. Aunque, en un comienzo se pensó que la propuesta de Gabo no era más que una de sus acostumbradas “mamadera de gallo”, muy pronto quedó descubierto de que estaba hablando en serio y tratando de justificar con razones insustanciales el fundamento de su proposición. Sostenía el connotado escritor macondiano que las palabras debían escribirse atendiendo al sonido, más no al origen, y que, por consiguiente, había que desterrar del lenguaje todas las letras y reglas que fueran innecesarias. Proponía, más concretamente, acabar con la h y con los homófonos v, j, c, q, x y ll, para facilitar a los estudiosos la simplicidad de la escritura y evitarles, asimismo, el tormento de la ortografía. Años más tarde, cuando publicó el primer tomo de sus memorias “Vivir para contarla”, dejó constancia de su consideración al expresar sin rodeos: “Hoy mi problema sigue siendo el mismo: nunca pude entender por qué se admiten letras mudas o dos letras distintas con el mismo sonido, y tantas otras normas ociosas”.

Sin embargo, como la insólita propuesta de García Márquez no tuvo acogida y fue descalificada en el acto, los académicos presentes columbraron desde entonces la fabulosa idea de crear un diccionario explicativo, que sirviera de consulta permanente a todos los beneficiarios de la lengua castellana. Por este motivo, desde comienzos del presente año se encuentra disponible en las principales librerías de la capital de la república el “Diccionario panhispánico de dudas”, que fue editado por la Real Academia Española y el Instituto Cervantes de Madrid en convenio con la Asociación de Academias de la Lengua Castellana. Una voluminosa obra que aparte de registrar los distintos usos, giros y significados de las palabras en las diferentes regiones de América, busca servir de instrumento útil y eficaz a todas aquellas personas que se preocupan por mejorar el dominio expresivo y ampliar sus conocimientos acerca del lenguaje. En él se resuelven las dudas que muy a menudo presentan los usuarios del idioma y se proponen respuestas claras y precisas a las muchísimas dificultades léxicas que diariamente acosan y perturban a los hablantes, y que se relacionan con la buena pronunciación y la correcta escritura de las palabras. Es, en definitiva, un diccionario eminentemente normativo, teniendo en cuenta que sus principios y recomendaciones están fundados en las “normas” que hoy regulan el manejo correcto de la lengua española, y se encuentran respaldadas por las distintas academias que velan por la claridad, la propiedad, la rectitud y la pureza del lenguaje.

De esta manera, el estudioso del castellano, que hoy consulte el “Diccionario panhispánico de dudas”, tendrá la oportunidad de clarificar inconvenientes relacionados con las estructuras fonológica, morfológica, sintáctica y lexicosemántica del idioma, al tiempo que hallará una respuesta concreta para satisfacer sus intereses personales o profesionales, o mejorar su nivel de formación y preparación lingüística. Y como la lengua no es un organismo estático, sino que experimenta cambios en el transcurso de su evolución histórica, cada aspecto ilustrativo muestra las distintas variantes léxicas -diastráticas y diatópicas- que enriquecen su contenido, originadas por el auge y la preponderancia que diariamente experimenta el castellano y lo sitúan entre los idiomas más importantes del mundo. Por esta razón, no me queda la menor incertidumbre al considerar que con la publicación del “Diccionario panhispánico de dudas”, los amantes del castellano encontrarán una vía fácil para resolver sus inquietudes lingüísticas, y con él García Márquez se olvidará definitivamente de su absurda propuesta de eliminar por completo la ortografía del castellano, condición que, según él mismo confiesa, “ha sido su calvario de toda la vida”.

In memoriam

Don Jaime Castellar Ferrer,
un caballero ejemplar
La última vez que vi a don Jaime Castellar Ferrer fue el miércoles 10 de julio de 1996. Junto con varios amigos, me había trasladado de Sincelejo a Cartagena para visitar a un compañero de trabajo que se encontraba recluido en la clínica María Bernarda, tras haber sufrido un problema cardíaco. Antes de viajar, tuve la precaución de citarme con mi hermano Jocé en ese centro asistencial, y pasada la hora de la fugaz visita al convaleciente, él atinó a decirme “estamos cerca a don Jaime, vamos para que lo saludes, que él siempre me pregunta por ti”. Acepté complacido, y con los amigos de Sincelejo nos fuimos a visitar al “ilustre maestro sanjacintero”, que ya tenía varios lustros de residir en la muy añeja y encopetada Ciudad Heroica.
Apenas abrió la puerta, no tardó un instante en reconocerme y, después del efusivo abrazo de rigor, se emocionó tanto con mi llegada que al poco rato descorchó una botella de whisky para celebrar el encuentro. Estaba prácticamente igual, y parecía que no hubiesen transcurrido veinticinco años que había dejado de verlo, desde mi graduación de bachiller el 30 de noviembre de 1971 en el Colegio Pinillos de Mompós.
Durante la improvisada visita, que se prolongó hasta después del almuerzo, hubo espacio para hablar de política, literatura, historia, academia, pero, sobre todo, recordamos sus fructíferos años en la Ciudad Valerosa, de donde había salido a comienzos de 1972 para radicarse definitivamente en la pintoresca villa del “Tuerto López”. Al cabo de un rato, me dijo “Eddie, supongo que todavía me haces la firma”. De inmediato tomé un papel y se la hice. Su sorpresa fue grande: la miró y la remiró y dijo “está perfecta”, “mejor que la que yo hago, porque ya me tiembla el pulso”. Aproveché también para recordarle las firmas de otros profesores, que yo imitaba con una facilidad asombrosa, y él las reconoció al instante con una precisión inalterable.
Tuve la fortuna de conocer a don Jaime Castellar Ferrer en septiembre de 1967, cuando llegó a Mompós a desempeñar la rectoría del histórico Colegio Pinillos, plantel que por esos momentos gozaba de un prestigio inigualable, aquilatado desde los lejanos tiempos de su fundación, hacía más de ciento cincuenta años. Yo cursaba 2º de bachillerato, y don Jaime, que por ese entonces frisaba más o menos los cuarenta años, había llegado del Colegio Nacional Roque de Alba de Villanueva, en la Guajira, para remplazar a don Lino Maturana Arriaga -chocoano de arraigo-, quien había soportado por esos días una tremenda huelga estudiantil, tal vez el último movimiento rebelde, organizado por los pinillistas, que marcó historia en ese celebérrimo claustro.
Desde su llegada, don Jaime cautivó a la comunidad educativa y, como era de esperarse, generó una gran expectativa en su nueva administración. Aún tengo vivas en la retina las imágenes de aquel lunes de septiembre, cuando escaló la antiquísima tarima de la rectoría para expresar el saludo de llegada y hacer su presentación personal. Fue el momento oportuno para que todos los estudiantes percibieran las grandes virtudes y cualidades que lo caracterizaban: la tolerancia excepcional, el acendrado humanismo, la solidez académica, el liderazgo natural y, en particular, su vastísima formación enciclopédica. Sin embargo, lo que más sorprendió a toda la comunidad fue su vestimenta impecable y su estilo personal, pues, contrario a todos los rectores de esa época, él no usaba vestido entero ni corbata, sino guayabera y corbatín, el cual se anudaba a manera de mariposa y en ocasiones solía soltarse para sobrellevar mejor las invivibles arremetidas del calor.
Asimismo, otro detalle singular que caracterizó a don Jaime fue la textura perfecta de su firma, una rubrica elegante que superaba los doce centímetros de extensión y tenía tres rasgos sobresalientes: una jota inicial, que era un trazo semidiagonal que medía entre 8 y 9 centímetros de largo; un signo central mediano, que bien podía representar una efe y era el símbolo de su apellido materno, y una erre mayúscula terminal, que sobresalía en el conjunto y armonizaba con la jota del comienzo. Recuerdo que por esa época no hubo un solo egresado del Pinillos que no se sintiera orgulloso de exhibir la firma del rector Castellar en su diploma de bachiller.
Dentro del profuso repertorio de anécdotas que recordamos el día de mi repentina visita en Cartagena, la que más le impactó fue un episodio ocurrido a finales de l968, cuando yo cursaba 3º de bachillerato. El profesor Ángel Zuluaga Giraldo, conocido con el apodo de “alambrito”, había viajado al interior del país y olvidó firmar la nómina del pago. Don Jaime, conocedor de mis habilidades al respecto, en el carro de la alcaldía de Mompós -un jeep willis modelo 58- se trasladó a Talaigua, mi pueblo natal, a buscarme para que yo hiciera la firma. Al llegar a la casa, Dona, mi mamá, le dijo “él está pateando bola en la plaza del cementerio”. Hasta allá llegó don Jaime y en el capó del pichirilo estampé la firma del mencionado profesor. Y eso mismo hice en otras ocasiones con las firmas de Próspero Ayala Póveda, Orlando Olivares Consuegra, Rafael Hernández Benavides, Alfonso Escárraga Tache y muchos otros docentes, que viajaban a su tierra de origen y dejaban la nómina sin firmar. Doña Lola, la pagadora, me lo solicitaba con mucho sigilo, y todo era ejecutado, naturalmente, con la autorización del rector.
Otro relato que lo emocionó ese día, fue un suceso ocurrido en el primer semestre 1971. Los estudiantes de los últimos años organizamos un movimiento para sacar al prefecto de disciplina, don Blas Velásquez Fernández, un bogotano de ancestro con ínfulas de militar, que había querido imponer en el colegio una disciplina castrense. Don Jaime, consciente de la situación, muy sutilmente apoyó la revuelta estudiantil, y el Ministerio, sin pérdida de tiempo, trasladó al prefecto para la población de Ocaña. A los pocos días, don Blas le envió a don Jaime un marconi que decía: “las víboras que me devoraron, te devorarán”. El mensaje provocó la risa, permaneció varios días en una cartelera y fue perdiendo el color, víctima de la desidia temporal.
Y, así como éstos, fueron muchos los detalles que recordamos ese 10 de julio de 1996, que nos deleitaron en exceso y nos abrieron la expectativa para una nueva visita. Al momento de despedirnos, don Jaime muy complacido me confesó que en cualquier momento me visitaría en Sincelejo, pues estaba interesado en llegar a esa ciudad para realizar una investigación sobre las costumbres y los nativos de esa región. Viaje que, tal vez impedido por su paciente y silenciosa enfermedad, nunca logró cristalizar.
El año pasado, cuando, por conducto mi hermano Jocé, su entrañable y fiel amigo, me enteré de su fallecimiento, deploré profundamente su partida, y en seguida evoqué, año por año, su permanencia en el Pinillos. Recordé que apenas llegó a Mompós tomaba los alimentos en la misma pensión donde residíamos varios estudiantes de Talaigua y de los pueblos vecinos. Recordé que siempre estábamos pendientes de aprovechar la porción de comida que dejaba en el plato, pues él, a pesar de ser de contextura gruesa, jamás hacía una comida completa. Recordé que frecuentemente solía visitar, en las primeras horas de la noche, a don Ernesto Serrano y don Eddie Dau, quienes vivían en la cercanía del Colegio Pinillos, y algunas veces se alejaba hasta la Calle Real del Medio para frecuentar otras amistades.
También recordé el gran aprecio y estimación que le profesaba la sociedad momposina, en especial los engolados exponentes de “la rancia y desteñida aristocracia”, y cómo era ponderado en toda la región, por su rigor administrativo, su integridad profesional, su temperamento accesible, su espíritu conciliador y su comprobada honestidad. Atributos que le sirvieron para que a mediados de 1970 desempeñara también, con lujo de detalles, la rectoría de la Normal de Señoritas, donde el Ministerio lo había designado transitoriamente, mientras nombraba una rectora titular.
Sinceramente, no podemos desconocer que la permanencia de don Jaime en la Villa de Santa Cruz de Mompós fue de mucha relevancia y trascendencia para el Colegio Pinillos. Con él se vive una era de reflexión y de excelencia académica, y con él expiró, también, “la época de los grandes rectores” o de “los rectores intelectuales”, como yo acertadamente la suelo denominar. Porque, don Jaime, al igual que los doctores Arturo Vieira Moreno, Demetrio Vallejo Mendoza, Orlando Ramírez Román y otros, fueron verdaderos prohombres de la educación que enaltecieron al Magisterio colombiano, y merced a sus sabias enseñanzas quedaron grabados con tinta indeleble en el pensamiento de todas aquellas generaciones que tuvimos el privilegio de ser sus estudiantes. Por eso hoy, cuando me ha tocado el honor de escribir esta nota “in memoriam”, no vacilo en afirmar que don Jaime Castellar Ferrer, por sobre cualquier opinión adversa, fue, indefectiblemente, un caballero ejemplar.

Primeros auxilios

Para hablar mal "el" español
Arrastrado por la curiosidad, y sobre todo por lo sugestivo del título, me apresuré a comprar el libro Primeros auxilios para hablar bien español (1), escrito por la gramatóloga, supongo bogotana, Soledad Moliner, que fue recomendado hace algunos días por la periodista D´arcy Quinn en la sección Código Caracol del noticiero nocturno de ese canal televisivo y también fue reseñado en la página libros de la revista Credencial del mes de mayo. Éste, según mi opinión, es un trabajo poco novedoso, en el cual la autora, deseosa de impresionar en el campo del idioma, propone una serie de consejos prácticos, a manera de trucos y claves, para detectar y corregir los infinitos errores que a diario cometen los hispanohablantes en el manejo de la lengua. La identificación de los lapsus y gazapos expresivos la comenta a través de cinco pasos: el síndrome, el diagnóstico, el tratamiento, la receta y la denominación técnica de la enfermedad.
Después de leer y releer el libro, y de haber detectado en él una serie de incorrecciones, tanto en la redacción como en la gramática, he llegado a la conclusión de que el trabajo de la señora Moliner mejor debería llamarse Primeros auxilios para hablar mal “el” español. Y escribo la palabra el entre comillas porque el libro desde el comienzo hasta el final está plagado de errores. Por ejemplo, al prescindir del artículo el en la titulación, y escribir hablar bien español, encontramos la primera falla, la cual se percibe apenas apreciamos o pronunciamos esta expresión. Aquí es obligatorio el uso del artículo para determinar la palabra español, que en esta frase no es adjetivo, sino un nombre que funciona como complemento del adverbio bien que está modificando el verbo hablar. Además, con ello prevalece la eufonía, que, como bien sabemos, es la cualidad que hace agradable los sonidos del lenguaje. Ejemplos similares los encontramos en las construcciones “salar bien la carne”, “pronunciar mal las palabras”, “aprender bien la lección”, donde, como vemos, en ninguna podemos omitir el artículo. En la última página, aparece que el gentilicio de Túquerres es turrequeño, afirmación equivocada, puesto que la forma correcta es tuquerreño, como figura en el Diccionario de gentilicios colombianos. Se presenta aquí una metátesis, al alterar el orden correcto de las letras en el cuerpo de la palabra, que es el mismo error que ocurre cuando pronunciamos estógamo, tirejas o miraglo, en vez de las formas correspondientes.
En el capítulo titulado “Botiquín para la lengua” son notorios los errores de construcción y las repeticiones viciosas, que reflejan escasa maestría en el ejercicio de la redacción. En la frase “la que nos permite comunicarnos”, página 9, se observa la repetición innecesaria del pronombre nos, sobre todo el antepuesto al verbo permitir, lo que produce una clara disonancia, como si se tratara de una rima en eco. Aquí lo correcto es “la que permite comunicarnos”, utilizando la forma enclítica del pronombre, que es la más sonora en estos casos. En las frases “algunas heridas que producimos los hispanohablantes” y “porque el aspirante produce mala impresión”, página 9, se abusa del verbo producir, ignorando con ello que al hablar –o al escribir- debemos utilizar los verbos que más precisen el sentido de lo que se desea expresar. Y en la primera oración el verbo exacto es causar, y en la segunda, bien causar, o bien dejar. En la frase “preocupados e interesados en el buen uso del español”, página 10, se atenta contra el régimen al utilizar incorrectamente la preposición en. Según el Diccionario panhispánico de dudas, cuando ambos verbos funcionan como intransitivos pronominales los rige la preposición por. Entonces, la forma correcta es “preocupados e interesados por el buen uso del español”. En la expresión “Es, como su misma etimología lo explica, una pequeña botica”, página 10, para referirse a botiquín, se comete una impropiedad idiomática al confundir el origen de esta palabra con el significado de la misma, el cual se refiere a su forma diminutiva. En la redacción “El lector podrá darse cuenta del apasionante camino que han recorrido las palabras a lo largo de siglos para llegar hasta su boca”, página 11, se presenta un típico caso de anfibología textual, pues no sabemos si se trata de la boca del lector o la boca del camino. Como suponemos que se refiere al primero, la construcción debió ser “El lector podrá darse cuenta de que las palabras para llegar hasta su boca han tenido que recorrer un apasionante camino a lo largo de siglos”.
Más adelante, en el texto llamado Brevísima historia de la lengua española, página 13, encontramos otra confusión en la frase “Se trata de un diccionario que recoge vocabulario latino deformado por siglos de uso vulgar”. La pésima ubicación del complemento del verbo principal impide la claridad de esta expresión, pues no se sabe si el “uso vulgar” califica a siglos o a diccionario. Como, lógicamente, debe referirse a este último, la redacción debió ser “Se trata de un diccionario de uso vulgar que recoge vocabulario latino deformado por siglos”. Y en el mismo párrafo, continúa la redacción: “Para entonces, el latín era una lengua escrita y el romance, oral”. En esta construcción, la autora utiliza una de las funciones de la coma, la cual es remplazar el verbo cuando éste tiene un antecedente que lo sobreentiende. Pero, desde ningún punto de vista, este signo puede sustituir el verbo con su respectivo complemento, cuando lo lleva. Por lo tanto, ella debió escribir: “Para entonces, el latín era una lengua escrita y el romance, una lengua oral”. Un error similar lo comete también en la página 15, cuando escribe: “Otras tenían procedencia diferente y, en el caso del vasco, ignota”. Aquí la forma correcta es: “Otras tenían procedencia diferente y, en el caso del vasco, procedencia ignota”.
Asimismo, encontramos expresiones cacofónicas que vulneran las normas -o recomendaciones- que debemos tener presentes en el momento de escribir. En la redacción, página l5, aparece “El español primitivo primero echó raíces en el centro de España”. Para evitar el desagrado que producen las dos palabras que comienzan con pri, lo correcto era escribir: “El español primitivo inicialmente echó raíces en el centro de España”. Y en otras construcciones, aunque los textos sean entendibles, se altera el orden de los complementos, lo que causa una ligera ambigüedad. Por ejemplo, la expresión “cualquier producto moderno de limpieza”, página 19, debió escribirse “cualquier producto de limpieza moderno”. Lo mismo sucede con la frase “Los medios modernos de comunicación”, página 16, cuando lo más elegante es “Los medios de comunicación modernos” o “Los modernos medios de comunicación”. Otro solecismo –o vicio de construcción- lo encontramos en el mini texto “se omitieron las citas porque hacía muy voluminoso al diccionario”, página 21, que, curiosamente, presenta dos errores: uno de concordancia porque el sujeto está en plural –las citas- y el verbo, en singular –hacía-, y otro que afecta el régimen al utilizar la preposición a en el complemento directo, al no ser este persona o cosa personificada. Por consiguiente, la forma correcta de esta frase es “se omitieron las citas porque hacían el diccionario muy voluminoso”.
Y en lo referente al contenido, titulado “Inventario de males”, quiero referirme concretamente al acápite llamado “coloquitis crónica”, , en el cual dice la autora, que presenta una antología de expresiones, elaborada con la ayuda de sus alumnos, donde el verbo colocar ha desplazado al verbo poner. Incluye frases como: “me coloca al borde de la quiebra”, “a la bebé le colocaron Valentina”, “eso me colocó a pensar”, “la debo colocar en práctica”, “ella se colocó brava”, “me colocó en ridículo”, “voy a colocar la queja” y otras barbaridades con este verbo, página 46, que, en realidad, no me explico de dónde las sacó esta señora, porque no creo que en Colombia existan personas, por muy ignorantes que sean, que lancen estas expresiones. Y mucho menos en Bogotá, donde, se dice, se habla el mejor castellano del mundo. Pero, lo más ridículo de la señora Moliner es llamar antología a esta serie de estupideces, desconociendo con ello que esta palabra se reserva para designar creaciones más trascendentales. También hago mención de los ejemplos que ilustra cuando expone lo referente al tema del laísmo, leísmo y loísmo, originado por el uso incorrecto de los pronombres le, la, lo y sus respectivos plurales, los cuales causan una auténtica repulsión al utilizarlos indebidamente: “Llamé a Olga y la propuse que fuéramos al cine”, “Me encontré con las vecinas y las dije que tú las necesitabas”, “A Jorge lo dieron una fiesta de bienvenida” y “Los dije que no podría visitarlos”, página 104. Tampoco creo que estas expresiones tengan cabida en ningún registro idiomático colombiano. Y la receta que la gramatóloga propone para corregir estos vicios es todavía más compleja, pues consiste en saber si estas formas pronominales cumplen funciones con un complemento directo o indirecto, probándolo a través de la voz pasiva. Lo que significa que siempre que estemos hablando, debemos hacer un alto en la conversación y tener papel y lápiz para realizar las respectivas comprobaciones.
Finalmente, tras haber estudiado y analizado con mucho detenimiento el profuso repertorio de aberraciones gramaticales que agrupa el tratado de la referencia, y también las claves que propone la autora para corregirlas, me da la impresión de que la señora Moliner desconoce la enorme diferencia que existe entre la lengua hablada y la lengua escrita. Mientras la primera es más bien de carácter espontáneo y se acompaña con el énfasis, los gestos y el estado anímico de los usuarios, y es casi imposible someterla a reglas de normatividad en el momento de hablar, la segunda es más que todo reflexiva, depurada y analítica, y se auxilia, lógicamente, con los recursos lingüísticos que posee el escritor, los cuales entran en función cuando éste realiza su actividad creadora y, con el ejercicio permanente, constituyen la base esencial para definir su estilo personal. Por eso, debido a esta gran diferencia, siempre se ha dicho con sobrada razón que “lo más difícil que tiene una persona es expresar por escrito lo que piensa”. Y el reputado escritor francés, Jorge Luis Leclerc, conocido como “el conde de Buffon” expresó en alguna oportunidad: “Los que escriben como hablan, por bien que hablen, escriben muy mal”. Entonces, de acuerdo con estas apreciaciones, considero que el botiquín de trucos que la señora Moliner nos propone tener en cuenta “para hablar bien español”, antes de ser oportuno y edificante para el manejo del lenguaje, no hace más que crear un enredo y una tremendísima confusión en los hablantes.

Las pruebas del Icfes

Cuarenta años de estafa
Nuevamente se acercan las desprestigiadas pruebas del Icfes. Y como es costumbre, ya andan los despistados estudiantes de último año, corriendo de un lado para otro, comprando cuanta basura publican los periódicos y realizando los cursos preparatorios que organizan los colegios y universidades para sacar jugosas ganancias y engañar a los incautos. Son cuarenta años que lleva este inoperante Instituto con la misma rutina: practicando unos exámenes pasados de moda, donde se formulan unas preguntas inútiles e insustanciales, que nada tienen que ver con los intereses de los estudiantes, ni mucho menos con el medio donde ellos viven.
Empero, lo más ridículo de este cuento lo apreciamos cuando llegan los resultados de las pruebas: los rectores y muchos profesores de los colegios pavoneándose orondamente con los puntajes altos que logran alcanzar algunos estudiantes. Se gastan más de una semana haciendo gráficas y cuadros sinópticos para exhibirlos como los mejores trofeos obtenidos por el trabajo que vienen realizando. Recuerdo, a propósito, que hace tres años un colegio de clase media en Sincelejo estuvo varios días de fiesta porque un alumno logró quedar en primer puesto a nivel nacional. Pero la dicha únicamente fue ese año, porque desde entonces han permanecido en un total hermetismo, pues no han vuelto a figurar en nada y sólo han conseguido descalabros en los puntajes.
Recuerdo también que en otra ocasión, las alumnas de un plantel de la clase alta salieron excelentes en la prueba de lenguaje, y la noticia corrió por toda la ciudad. Sin embargo, lo más curioso de este hecho era que la mayoría de estas estudiantes no sabía escribir, siquiera, la primera línea de un párrafo normal. Con esto se demuestra que la “prueba de lenguaje”, proyectada por el Icfes es lo más absurdo en lo referente a conocimientos del idioma. Porque, para certificar que una persona domina el lenguaje, necesariamente debe demostrarlo hablando o escribiendo, que son las dos formas auténticas para comprobar su aptitud verbal y su competencia lingüística. Lo del Icfes se limita a formular preguntas sobre unos textos deslavazados e incoherentes, tomados de autores arcaicos o de escritores incipientes, que poco dominan el arte de escribir. Además, las preguntas que se hacen, quiérase o no, se arropan con el subjetivismo de quienes las formulan. Y para rematar el cuento, los textos evaluados generalmente circulan en los cuadernillos que venden las empresas encargadas de ofrecer material ilustrativo, incluyendo también los muy apetecidos exámenes similares, que se practican con antelación a manera de simulacro.
No obstante, así como estas pruebas se han convertido en la “gallinita de los huevos de oro” para las instituciones que brindan los cursos preparatorios, lo mismo representan para el Icfes, al significarles un fabuloso “negocio redondo”. La realización de dos exámenes anuales a más de setecientos mil bachilleres por un valor cercano a los treinta mil pesos, a pesar de los gastos de inversión, deja una ganancia incalculable, cuyo destino final se desconoce y va a parar, con toda seguridad, a las manos de la “corrupción administrativa”, que es la última carrera profesional que se viene ofreciendo en las universidades colombianas y brinda excelentes oportunidades de trabajo en todos los cargos de la administración pública.
Francamente, no logro explicarme hasta cuándo los colombianos tendremos que soportar la falsedad de las pruebas del Icfes. Considero que ya es hora de acabar con esta estafa, que nada significativo le reporta a la educación nacional. Porque, es una mediocridad creer que en realidad estos exámenes sirven para evaluar los conocimientos y medir la calidad de la educación colombiana. Todo lo contrario, resultan innecesarios, máxime cuando cada institución universitaria tiene su propio criterio de evaluación y selección de estudiantes. Lamentablemente, mientras la corrupción persista, es imposible que el gobierno tome la decisión de acabar con “la minita de oro” que representan los chambones y obsoletos exámenes de estado.

Una feria burocrática

El club de los viceministros
Tanto que vociferaba el presidente Uribe, en el desarrollo de su primera campaña proselitista, que si llegaba a la jefatura del Estado, su bandera estelar sería combatir el clientelismo, la corrupción administrativa y la burocracia estatal, lamentablemente hoy, tras haber vivido un septenio de su gobierno, los colombianos podemos afirmar que las estrategias empleadas por el primer mandatario no han satisfecho sus propósitos iniciales y, por el contrario, los enemigos de su lucha se han fortalecido más, hasta el punto de que muestran incomparable este gobierno, y es poco lo que falta para que sea catalogado como uno de los más clientelistas, más burocráticos y más corruptos de los últimos tiempos.
Asimismo, a las ofertas anteriores se suman las promesas del entonces candidato de combatir y acabar con la delincuencia organizada y con los guerrilleros de las Farc. Afirmaciones un tanto ligeras, y que, a la postre, fueron decisivas para que el sentimiento colombiano se volcara masivamente a los puestos de votación –aquel 26 de mayo de 2002– y éste resultara vencedor ante los ojos de los otros aspirantes, que sorprendidos veían como “el seminarista” antioqueño se encaramaba sin mayores inconvenientes en el sillón presidencial. “Pastrana me derrotó con el discurso de la paz y ahora Uribe me derrota con el discurso de la guerra”, fue lo único que atinó a expresar Horacio Serpa en su segunda derrota por la presidencia.
Soy consciente de que hablar en estos momentos de la corrupción y la politiquería no tiene sentido. Estos flagelos son un cáncer incurable que ha hecho metástasis en todo el país, y el pueblo indefenso y tolerante se ha resignado a convivir con él. Actualmente, las páginas enteras de cualquier medio informativo resultarían insuficientes para comentar los permanentes escándalos de corrupción que campean por casi todos los recintos de la administración pública. Y frente a este cínico espectáculo, el Presidente se muestra impotente para castigar con “mano firme” a los protagonistas del desorden. Muchas veces, porque éstos suelen ser sus amigotes y otras, porque median intereses personales o favores políticos. Prevalece aquí el “corazón grande”, que fue el complemento de su consigna programática desde que inició su conquista por la jefatura del Estado.

Y en relación con la frondosa burocracia que desangra al país, también fue mucho lo que prometió en su momento el candidato Uribe Vélez. Hablaba de acabar con varios consulados y embajadas, de clausurar algunos ministerios y de reducir el número de senadores y representantes. Empero, todo se quedó en promesas o aún permanece en el tintero, porque hoy, cuando faltan escasos catorce meses para culminar su mandato de ocho años, la burocracia sigue igual o más bien, se ha incrementado. Un caso concreto lo encontramos en los veinticuatro viceministerios existentes. Es decir, cerró tres carteras, pero duplicó el número de cargos, porque, a la larga, al no existir los principales, los “vice” tienen la misma categoría de un ministro titular.
También quiero comentar el altísimo despilfarro que generan las asesorías, y me refiero concretamente a las que tienen posesión en la Casa de Nariño. Sobre el particular, supongo que son pocos los colombianos que tienen idea del profuso equipo de oligarcas que asesoran al presidente de la república y reciben por ello jugosos salarios. Como es de suponerse, estos burócratas también son incontables en todos los altos cargos del país. Todo, porque “los mediocres administradores son incapaces de tomar decisiones si no consultan con los asesores”. La gran mayoría son clásicos estafadores y las asesorías que brindan sólo tienen transparencia en materia de corrupción. Sin embargo, como en Colombia todo es posible, mientras el pueblo raso sufre los acosos de los aberrantes impuestos estatales y los cleptócratas inflan sus arcas merced al despilfarro, el presidente Uribe disfruta, por un lado, impartiendo órdenes al “club de los viceministros” en las reuniones palaciegas, y por otro, repartiendo “platica” en sus trillados consejos comunales.

La sentencia de López Michelsen

“No veo sustituto de Uribe”


Efectivamente, ésta fue la sentencia del presidente López Michelsen hace algunos años cuando apenas comenzaba a perfilarse la primera reelección del presidente Uribe. Con la lucidez y el tacto analítico que lo caracterizaban, había sopesado las capacidades de cada uno de los integrantes del grupo de presidenciables que en los últimos tiempos vienen haciendo cabriolas para apoderarse de la presidencia de la república. La frase, lanzada en una entrevista que le concedió al periodista Yamid Amad, sorprendió al país entero, originó hartísimos comentarios y le cayó como un baldado de agua fría a los eternos candidatos, particularmente a Horacio Serpa, quien en esos momentos ya se encontraba organizando su tercera y última aspiración presidencial.
Está claro que, con esta enfática premisa, López Michelsen descalificaba, sin excepción, a todos los engolillados aspirantes al sillón presidencial, empezando con los emblemáticos exponentes del hoy desprestigiado Partido Liberal, pasando por los embriones politiqueros de la coalición uribista y terminando con los alebrestados líderes del Polo Democrático. Asimismo, con su certera apreciación, el ilustre ex mandatario invitaba a la reflexión nacional y de manera tácita exhortaba al sentimiento colectivo a votar nuevamente por el presidente Uribe Vélez. Y, en efecto, no se equivocó, porque su sentencia se ratificó en mayo de 2006 con el aplastante triunfo de la reelección uribista, la cual superó el 62% del electorado y dejó por el suelo al candidato del oficialismo liberal, que escasamente alcanzó el 11% del la votación total..
Y como pinta el panorama en la actualidad, parece que la sentencia del antiguo padre del MRL, dos años después de su muerte, sigue igual o con mejor vigencia. Porque, es evidente que ninguno de los cuasi presidenciables que hoy integran el profuso abanico de precandidatos goza de la aceptación nacional ni proyecta la simpatía selectiva que debe inspirar un verdadero líder popular, y la gran masa ciudadana, consciente de esta pobreza, nuevamente se dispone a respaldar el ambicioso proyecto de la trielección presidencial. Una determinación que se fundamenta, desde luego, en la objetividad, pues el pueblo es testigo del trabajo inagotable y valora el fabuloso programa de gobierno que viene desarrollando el presidente Uribe, sobre todo, en el campo social, en la confianza inversionista y en lo relacionado con la seguridad democrática.
En otras palabras, está claro que el presidente López significaba con su apreciación la no existencia de un personaje idóneo y competente para ejercer la jefatura del Estado. Esto contrastaba notablemente con la posición del doctor Laureano Gómez hace un poco más de cincuenta años, cuando se inició el Frente Nacional y dio a conocer al país una lista de cuarenta personajes que él mismo calificó de “presidenciables”, todos aptos para ocupar cualquiera de los cuatro períodos del acuerdo bipartidista. En ella estaban incluidos, naturalmente, los dos Lleras, Valencia y Pastrana Borrero. En la actualidad, y haciendo eco en la sentencia de López Michelsen, todos quedan reprobados, desde Juan Manuel Santos hasta Germán Vargas Lleras, pasando, sin excepción, por todos los ilusos que proponen sus nombres para ser precandidatos.
Por estos días, observamos también la posición discreta y silenciosa que mantiene el presidente Uribe frente a esta encrucijada. El, mejor que nadie, sabe que ninguno de los politiqueros que sabanean por la Casa de Nariño y le hacen carantoñas reúne las condiciones excepcionales para reemplazarlo. En otras palabras, no hay un líder natural que irradie una confianza plena y sea capaz de ganarse la voluntad del pueblo. Por eso, recientemente, manifestó en una entrevista: “La verdad es que yo tengo que ser muy prudente”, “Lo que lo preocupa a uno es que las piruetas politiqueras afecten la voluntad popular, que no debería ser”. Expresiones que dejan bien claro su estado de ánimo para lanzarse nuevamente. Y debe hacerlo, porque, frente a la realidad, la sentencia de López vive y seguirá vigente.
Sincelejo, 05 de agosto de 2009

viernes, 24 de julio de 2009

En los Consejos Comunales

El Presidente carga su payaso


Para contrarrestar un poco el fastidio y el aburrimiento que producen las ocho o diez horas que gastan los desaliñados ‘Consejos comunales de gobierno’, el presidente Uribe, valiéndose de su natural ancestro paisa, desde hace algunos meses carga su payaso. Éste es el encargado de montar su show cuando ha transcurrido más o menos la mitad de la jornada y el ambiente comienza a saturarse a causa del bostezo, la modorra y el sueño de los asistentes. Antes de su presentación, ya las cámaras lo han enfocado varias veces, por eso los televidentes nos hemos acostumbrado a verlo ubicado en la zona V.I.P. con las piernas estiradas, un tanto despeinado, haciendo muecas pueriles y con su riguroso atuendo de siempre: pantalón de tono claro y camisa amarilla arremangada.
Apenas el Presidente proclama su intervención, la que viene anunciando reiteradamente, el payasito se pavonea e inicia su espectáculo con una perorata cantinflesca, donde son visibles la pobreza ideológica, las sugerencias insignificantes y los chispazos irreverentes. Para colmo, toda su oratoria cursilera la sazona con un tinte de lambonería uribista, que el Presidente muchas veces se siente apenado ante el público, reacciona indiferente a los halagos y sólo alcanza a reflejar una ligera sonrisa. Entonces, aprovecha el clímax de su presentación para demostrar su histrionismo chocarrero y exhibir los objetos que ha consagrado para ese momento: velas encendidas, micos bailarines, serpientes indefensas, flores silvestres o cualquier otro disparate que provoque la risa del público.
Y con la febril actuación en los consejos comunales del presidente Uribe, ya son varios los lugares donde este bufoncito barranquillero ha cumplido un irrelevante papel protagónico. Recordemos que hace apenas algunos años su tarima de acción era nada más y nada menos que el glorioso Congreso de la República. Allí, fungiendo de senador, se dio el lujo de profanar día tras día ese histórico recinto, el mismo que en épocas doradas fuera tribuna de prestigiosos oradores y connotados políticos colombianos. Diariamente llegaba vestido de manera estrafalaria, y en su inmerecida curul exhibía frascos de veneno, goleros pichones, ratas hambrientas, alacranes ponzoñosos, y toda clase de bichos raros, que utilizaba para ilustrar sus intervenciones prosaicas y sus críticas insustanciales. Sin embargo, jamás hubo en esa insigne Corporación un código de ética o cualquier otro reglamento disciplinario que le impidiera realizar sus permanentes fantochadas.
Otro escenario propicio, donde le dio soltura a sus ridículas excentricidades y disfrutó plenamente sus ritos infantiles, fue la capital de la república, cuando le picó el prurito de ser el alcalde y aspiró en dos oportunidades, en la década de los noventa. Por fortuna, el palacio de Liévano se libró de tener como huésped a semejante esperpento, pues la primera vez fue derrotado por Antanas Mokus, y la segunda, por Enrique Peñalosa. En esa época abandonó el cargo de rector de la Universidad del Trabajo, una supuesta institución superior que había fundado en Bogotá para brindar educación a bajo costo, hacerse conocer por los estratos del bajo mundo y fortalecer con ello su perfil electorero.
Y, hace dos años largos, para premiar sus actuaciones desenfrenadas, el alto gobierno cometió la absurda decisión de nombrarlo embajador en un país africano. Orondo y con la designación a cuestas se presentó al Palacio de San Carlos, despacho de la cancillería, y protagonizó serios escándalos porque pretendía posesionarse pasándose por la faja los reglamentos protocolarios. Empero, como dice el refrán “zapatero a tus zapatos”, más demoró el presidente Uribe en firmar el decreto, que el pintoresco currambero en abandonar la sede diplomática. Creo que escasamente alcanzó a permanecer un año. En seguida retornó a Colombia, y desde entonces mantiene una línea abierta con la Casa de Nariño, para estar informado dónde es la próxima actuación del Presidente, viajar al sitio con antelación y preparar todo lo necesario para cumplir fiel y cabalmente con su acertado papel de “payasito de los consejos comunales de gobierno”.

Crónica Biográfica

Breves evocaciones sobre Joce Daniels,
Marqués de la Taruya


Uno de los hechos más significativos y comentados del “Marqués de la taruya” lo protagonizó a comienzos de l974 cuando regentaba la rectoría del Colegio Cooperativo de Bachillerato de Talaigua Nuevo, Bolívar, su pueblo natal. Para esa época estaba recién llegado del Banco, Magdalena, donde se había estrenado como catedrático de Filosofía y Ciencias Religiosas de un prestigioso plantel educativo, tras haber abandonado súbitamente la repentina vocación sacerdotal que había iniciado dos años antes en el seminario de La Ceja, Antioquia, ante la sorpresa de sus padres, sus amigos y compañeros de estudios.
En la madrugada de la víspera de la inauguración de las nuevas instalaciones del Cooperativo, acolitado por varios estudiantes, manchó con consignas antigobiernistas y revolucionarias las impecables paredes del colegio, que horas más tarde sería el espléndido escenario que tendría como invitados especiales a varios politiqueros oportunistas que habían llegado desde Cartagena y Mompós, y querían figurar ante el pueblo como los benefactores de la nueva y promisoria institución. De esta manera, “el Marqués” le daba inicio a las escaramuzas izquierdistas que comenzaba a cimentar en su espíritu rebelde, y se sentía más que satisfecho de haber cumplido con esta formidable acción, que fue aprobada por pocos y repudiada por un gran porcentaje de la población.
En su discurso inaugural, el cual le correspondía pronunciar como rector, fue beligerante, polémico y conciso en sus planteamientos, y con la carga emocional de sus expresiones, quedó claro ante el público que él había sido el autor intelectual del episodio denigrante que mancilló las paredes del colegio. En ese momento, fueron muchos los que creyeron que una oratoria de esta magnitud sería causal de una destitución inminente. Sin embargo, todo volvió a la normalidad y transcurrieron casi dos años antes de ser trasladado para un colegio similar en Zambrano, Bolívar, donde a los pocos meses propició un hecho similar, que por poco lo manda a la guandoca. Ante la miseria y las muchas necesidades del colegio, organizó y adiestró a un grupo de estudiantes para que invadieran la alcaldía y lanzaran allí sus protestas contra el régimen. Como era de esperarse, alguien lo acusó de ser el genio oculto de la revuelta y, ante el peligro de caer prisionero, atravesó el país de norte a sur para recalar en Pasto, donde a los pocos meses ya figuraba como un excelente estudiante de dos facultades clásicas en la Universidad de Nariño. En esta institución se hizo famoso por sus encendidas intervenciones en las protestas estudiantiles, realizó sus primeros pinitos periodísticos y aquilató prestigio por una columna de interés general que escribía en “El Derecho”, un reconocido órgano informativo de ese claustro universitario y que firmaba con el singular alias de Lamondá.
El “Marqués de la taruya” vio la luz de la existencia el 28 de julio de l948 en Talaigua Nuevo, hoy un joven y amañador municipio del departamento de Bolívar que logró independizarse de la férula momposina en 1985. En la época de su nacimiento el país vivía los estragos de la violencia bipartidista y aún no había logrado recuperarse del impacto doloroso que le causó el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán tres meses antes. Es hijo de Tomás Daniels Avendaño, un reconocido maestro de escuela de ascendencia libanesa que escribía con letra barroca y dominaba la gramática de Bello, y Donatila García Maldonado, una mujer alegre y espontánea que bailaba chandé y era diestra en el arte de la modistería. De ella aprendió las primeras letras en la cartilla de cartón detrás de la máquina de coser, y de ella heredó, con toda su seguridad, su vocación literaria, especialmente su talento para el relato costumbrista y la narración mitológica.
Los abriles de su infancia los vivió al lado de sus padres y sus ocho hermanos, mayores y menores, en una humilde casa ubicada en la calle de la albarrada, percibiendo las olas y las taruyas que embellecían las inmutables aguas del Rio Grande de la Magdalena. Su pasión de niño era presenciar el acuatizaje de los hidroaviones que llegaban a la empresa Andian de Santana, Magdalena, y ver pasar los remolcadores y barcos de vapor que viajaban desde Barranquilla hasta el interior de la república.
Junto con sus compañeros del alma, Andresito Núñez, Jorge “Gito” Castro y “Pello Juana” Mancera, organizó los primeros equipos de fútbol que le dieron alegría con sus prácticas vespertinas a la plaza del cementerio. Siendo aún muy niño se vio malogrado por dos hechos que estropearon su vida: la rotura de la pierna derecha a la altura del fémur, que lo mantuvo postrado durante más de seis meses, y una espina grande de bocachico que se le incrustó en la barriga, y ante la imposibilidad de extraérsela desapareció con el tiempo. A esto se suman algunos puyazos de raya, que lo mantenían quieto y alejado del bullicio infantil en períodos más cortos.
Un caso curioso y llamativo, que particulariza al “Marqués de la taruya” es haber cursado el bachillerato en cuatro instituciones distintas. Inició sus estudios en un plantel de Barrancabermeja en l964, continuó en el Colegio María Auxiliadora de Santana, Magdalena, pasó al Colegio Departamental de Bachillerato en Soledad, Atlántico, y finalmente ingresó al Colegio Nacional Pinillos de Mompós, donde cursó los tres últimos años y se graduó con honores en l969. Aquí, en las aulas de este glorioso plantel, se hizo célebre por ser un alumno polémico, amante de la filosofía, simpatizante de las ideas revolucionarias y, sobre todo, antigobiernista en exceso.
Aquí, también dio muestras de su liderazgo natural, de su gran capacidad oratoria y de su tremenda facilidad para la improvisación. Todas estas cualidades le granjearon mucha admiración y simpatía en el profesorado de la época y en la comunidad pinillista. Por eso, en 1970, cuando decidió ingresar al seminario de La Ceja para hacerse sacerdote, todo el mundo se sintió sorprendido por esta determinación y no faltó quien lo asociara con Camilo Torres, aquel infortunado “cura guerrillero” que el gobierno había asesinado tres años antes.
Los años de permanencia en Pasto y su tránsito por la histórica Universidad de Nariño fueron de mucho provecho y beneficio para el “Marqués de la Taruya”. El ambiente apacible de esta ciudad y la profusa biblioteca universitaria acrecentaron su pasión por los libros, incentivaron su placer investigativo y lo convirtieron en un lector voraz e incansable. Por esa época, tuvo tiempo de sobra para leer a Carlos Marx, Federico Engels, Mao Tse Tung y muchos otros revolucionarios y pensadores de la historia, que, por supuesto, ejercieron una notable influencia en su formación humanística. También inició por esos tiempos la lectura de los grandes clásicos de la literatura francesa, española y rusa, que vienen siendo desde entonces sus escritores predilectos. Allí comenzó su militancia en el MOIR, el beligerante movimiento marxista-leninista que desapareció hace algunos años por sustracción de materia.
Pero, como era natural, desde esa lejana población, enclaustrada en las moles andinas, el “Marqués de la Taruya”, extrañaba su Caribe del alma, el vallenato romántico y costumbrista, la salsa barranquillera, los amigos de infancia, el calor familiar y, sobre todo, las anécdotas y relatos de su madre, que seguía incansable en su máquina de coser. Por esta razón, a comienzos de los años ochenta, tal vez hastiado de la idiosincrasia pastusa, se trasladó a Cartagena, “la ciudad más bella del mundo”, como él siempre la ha calificado. Sin pérdida de tiempo, ingresó a la Facultad de Derecho de la prestigiosa universidad bolivarense, fue líder estudiantil, miembro del Consejo Superior, se graduó de abogado, pero jamás ha ejercido la profesión. Él, lo mismo que ocurrió con García Márquez a mediados del siglo pasado, no quería ser abogado, sino que soñaba ser escritor. Y ha encontrado en la antiquísima Ciudad Heroica el ambiente favorable para desarrollar su talento literario, el cual empezó a demostrar desde niño, haciendo relatos fabulosos en los bancos de la escuela primaria.
Quizás uno de los hechos más importantes en la vida revolucionaria fue el atentado que sufrió el 8 de mayo de 1977 en la población de El Limón, en una de las muchas huelgas de la USO, y del que se salvó milagrosamente gracias a la oportuna intervención de varios trabajadores de la Empresa ECOPETROL y de su amigo de infancia Fernel Matute Lobo, más conocido como Mojarraloca y a quien le dedicó su novela El Millero Encantado.
Hoy, apartado totalmente de las ciencias jurídicas, se ha dedicado de lleno y con mucho acierto a la creación literaria, la cual combina con la academia al ejercer la cátedra en algunos centros universitarios. En este campo, siempre ha gozado de un singular prestigio en el ambiente ciudadano. Su obra artística abarca distintos géneros literarios, que le han merecido un amplio reconocimiento en el panorama nacional. Su pluma es exquisita en la novela citadina, el cuento costumbrista y el ensayo mitológico. Asimismo, sus conferencias sobre la historia y génesis del lenguaje, semblanzas y caracterización de personajes ilustres, arte y oficio del escritor, son de impecable factura. También es considerado un excelente obitólogo, sobre todo en Talaigua, su pueblo querido, donde ha pronunciado sendas oraciones fúnebres siempre que fallece un ilustre personaje. Desde hace varios años es el presidente vitalicio de la Asociación de Escritores de la Costa, una entidad casi anónima, sin ánimo de lucro, que tiene su sede en Cartagena y se reúne periódicamente para comentar y socializar temas literarios. Y, como es natural, realizar también una que otra francachela y, por supuesto, darle relevancia y saciedad a los elogios mutuos.

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