Ensayista, narrador, cronista, poeta, purista
del lenguaje, gramatologo y critico literario ..

viernes, 27 de noviembre de 2009

López, Gómez, Santos y Ospina

Los cuatro fantasmas de la oligarquía


Desde que se produjo la oportuna y certera caída del desprestigiado régimen conservador en 1930, después de permanecer en el gobierno durante más de cuaren­ta años consecutivos -que se habían iniciado con la Constitución del 86- y se produce la victoriosa llegada del liberalismo al poder con el triunfo arrollador de Enri­que Olaya Herrera, no ha habido presidente en nuestro des­vertebrado país que no descienda directa o indirecta­mente de los cuatro grandes fantasmas de la oligarquía colombiana: Alfonso Ló­pez Pumarejo, Mariano Ospina Pérez, Eduardo Santos Montejo y Lau­reano Gómez Castro. Nacidos todos en los últimos quince años del si­glo XIX y pertenecientes a la llamada "Generación del Centenario" -que tuvo su florecimiento en 1910 para conmemorar los primeros cien años del grito de la Independencia Nacional- éstos son los miembros más so­bresalientes del centralismo oligárquico y los que más han influido en la política colombiana de los últimos cincuenta años.


Sin excepción, todos los mandatarios del país -empezando con los cuatro escogidos en el cuestionado y polémico Frente Nacional y los ocho elegidos posteriormente- presentan, en una u otra forma, la marca imborrable del estilo y la idiosincrasia ideológica seguida por estos per­sonajes. Con absoluta certeza podemos afirmar que son herederos pri­marios de "La Revolución en Marcha" emprendida por Alfonso López Pumarejo: Alberto Lleras Camargo, Alfonso López Michelsen, Julio Cé­sar Turbay Ayala, Ernesto Samper Pizano y el recién elegido Alvaro Uribe Vélez. En la línea de "La Unión Nacional" de Mariano Ospina Pérez aparecen Misael Pastrana Borrero -fue su secretario privado- y Andrés Pastrana Arango. Por el sendero de Eduardo Santos desfilan Carlos Lle­ras Restrepo, Virgilio Barco Vargas y César Gaviria Trujillo, y en el regazo de Laureano Gómez -"El Hombre Tempestad"- encontramos a Guiller­mo León Valencia y Belisario Betancur. El prematuro fallecimiento de Enrique Olaya Herrera en 1937, le impidió hacer escuela y establecer, al igual que sus contemporáneos, una línea de conducta que se reflejara en las generaciones posteriores.


Como vemos, la poderosa influencia que vienen ejerciendo los cua­tro insuperables jefes de los partidos tradicionales -dos liberales y dos conservadores- en el desarrollo de la democracia colombiana y en la escogencia y elección de los presidentes de la república, es innegable. Y en su época, para atraer los afectos de la opinión nacional, todos ejer­cieron el periodismo con singular aceptación en uno o varios órganos informativos de su propiedad: López Pumarejo en El Liberal, El Republi­cano y El Diario Nacional, Ospina Pérez en las hojas de La República, Eduardo Santos, primero en La Revista y más tarde en El Tiempo, y Laureano Gómez en La Unidad y posteriormente en las demoledoras páginas de El Siglo. Por esto hoy, después de varias décadas de falle­cidos, se oye hablar con mucha fogosidad del liberalismo del López Pu­marejo o del conservatismo de Ospina Pérez. El estigma pervive como un fantasma indestructible en la turba de ineptos politiqueros que pululan en todos los rincones de Colombia.


Sin embargo, al tiempo que surgen líderes de reconocida talla para conducir al país, el pueblo es consciente de que aquel aspirante que no sea del agrado de los herederos de los cuatro grandes fantasmas de la oligarquía, jamás llegará a la jefatura del Estado. Y aunque en una época, el doctor Laureano Gómez habló de los cuarenta presidenciables para ocupar los cuatro períodos del Frente Nacional, cada uno de los jefes naturales terminó seleccionando e imponiendo al prohijado de sus preferencias. Muchos de los supuestos elegibles -como el barranquillero Evaristo Sourdis y el mismo Alvaro Gómez Hurtado- se fueron a la tumba con sus sueños frustrados. Y, precisamente ahora, éste es el mismo cedazo que le acaban de aplicar al humilde candidato Horacio Serpa Uribe para impedirle su entrada a la Presidencia de Colombia. Es lamentable que aún sigamos siendo víctimas de los venenosos tentáculos de la vieja y desprestigiada oligarquía colombiana.

Las veleidades de la educación colombiana





Nunca, a través de los largos años que llevo ejerciendo la cátedra de Literatura y Lengua Castellana en el Instituto Simón Araújo, he gastado mi tiempo leyendo política educativa o más concretamente la graforragia folletinesca que con mucha frecuencia produce el Ministerio de Educación Nacional. Jamás he asistido, ni por simple curiosidad, a ninguno de los foros, seminarios o talleres, que con mucha regularidad se realizan en Sincelejo u otras ciudades y que solamente sirven para desperdiciar el tiempo y hacer divagaciones y planteamientos simploides que no reportan ningún beneficio, y, la mayoría de las veces, enfrascarse en especulaciones estériles que fastidian hasta la saciedad y que concluyen desbaratando los mencionados encuentros. No conservo en mi biblioteca un solo libro, un solo documento que se refiera a estos temas cansones y vacuos en donde los ministros de turno consignan la vaguedad de sus experimentos con la intención de pasar a la historia y donde son notorias la incapacidad, la ignorancia y las veleidades de los mismos.

Hace algunos años, cuando se promulgó la renombrada Ley General de Educación, ésta se convirtió en el plato del día y era común encontrar a los docentes desesperados por conocer su contenido. Vinieron las infinitas interpretaciones de la misma y soportamos largas jornadas en donde no se hablaba de otra cosa. Algunos educadores solían cargarla a todas partes y llegaron hasta el ridículo de recitar de memoria sus parrafadas insípidas para con ello demostrar dominio sobre su articulado incoherente e incomprensible. Posteriormente, ocurrió lo mismo con los llamados decretos reglamentarios, y fueron muchos los ilusos que pretendieron descrestar y convertirse en exégetas para hacer disertaciones interminables y tediosas sobre los mismos. A todo esto se desbandó el cataclismo de los "Proyectos Educativos Institucionales" que se convirtieron en las tres comidas diarias, nos fastidiaron hasta el exceso y desbordaron los límites de la mediocridad y las frivolidades en algunas instituciones. Hoy, parece que ha pasado el ventarrón de los "PEÍ" y la política educativa gira en torno de otros aspectos experimentales y sigue dando tumbos alrededor de las chambonerías de los burócratas que transitoriamente ocupan la Cartera de Educación.

Infinitas, son las reformas que ha sufrido la educación desde los gobiernos del Frente Nacional, los posteriores y los actuales, y puede afirmarse con certeza que todas ellas han quedado derrotadas en mitad de la vía. Algunas por su transitoriedad, otras por su inconsistencia y la mayoría por la incompetencia de los ministros, que no han tenido los suficientes fundamentos intelectuales para llevar a cabo sus propósitos. Los sistemas de evaluación vienen variando en forma permanente sin arrojar ningún resultado positivo y cada día la educación se ve afectada por la negligencia, la apatía y la vulnerabilidad de sus formulismos. Ningún ministro —del medio ciento que ha ocupado este cargo desde los albores del Frente Nacional— puede abanderarse de una verdadera reforma educativa que haya dado frutos y pueda catalogarse fértil en la enseñanza colombiana. No ha habido un solo ministro que por equivocación haya sido maestro de escuela o licenciado en Ciencias de la Educación. Por el contrario, por ese puesto han desfilado ganaderos, comerciantes, industriales, banqueros, abogados, médicos, administradores de empresas, economistas, sociólogos y muchos profesionales más ajenos a la docencia.

La llamada calidad de la educación —de la que tanto hace énfasis el alto gobierno— hoy no es más que una frase de cajón que retumba constantemente en las instituciones y en todos los eventos que se realizan para cuestionar los intrincados vericuetos del sistema educativo. Considero que todas estas seudo reformas, todos estos embelecos que frecuentemente sorprenden a la educación y que no son más que simples copias o imitaciones de los modelos extranjeros, no benefician, en lo más mínimo, la calidad del conocimiento. Todo lo contrario, contribuyen a empeorar el sistema y desgastan en forma continua a todos los estamentos del panorama educativo. Frente a esta andanada de cambios inútiles, la gente se encuentra estupefacta y no sabe qué hacer. Algunos pierden su tiempo haciendo eco en estas reformas, sienten satisfacción y se sacian especulando sobre la pajoterapia educativa. Yo, en lugar de malgastar mi tiempo leyendo estas trivialidades, lo disfruto en lecturas más productivas, más universales, más trascendentales, es decir, en verdaderas lecturas que sí van a contribuir en el enriquecimiento de mi formación intelectual y me van a ubicar como un verdadero maestro dentro del salón de clases. Esta apreciación, con todo el respeto que me merecen, se lo recomiendo a todos los profesores del magisterio colombiano.

En los grados escolares



Profanados la toga y el birrete


En estos días, nuevamente hemos tenido la oportunidad de presenciar los espectácu­los más ridículos que suceden todos los años y que sólo sir­ven para provocar la risa y el desconcierto del público: la gran cantidad de estudiantes mediocres disfrazados folclóricamente con la ceremoniosa toga y el fastuoso birrete, pres­tos para recibir en sus colegios el devaluado diploma de bachiller. Esta insólita costumbre que está muy de moda en los últimos años y se ha extendido por gran parte del territorio nacional no deja de ser un negocio bastan­te rentable para los visionarios que tuvieron la fabulosa idea de fabricar estas prendas para con ellas cautivar a los despistados estudian­tes, aprovecharse de su versatilidad y conse­guir su aceptación para el suministro de las mismas. Por eso, apenas despuntan los me­ses de septiembre y octubre comienzan los ávidos proveedores a visitar los colegios para ofrecer el alquiler, y entonces se suscita la dis­cusión de los alumnos de último año sobre el vestido de grado, quienes finalmente quedan maravillados por la imponencia de esta vesti­menta y terminan aprobando la utilización de la inusitada prenda en el acto de graduación.


En efecto, es lamentable la depreciación que última­mente vienen sufriendo la toga y el birrete, las cuales desde épocas remotas son prendas que han sido reservadas para lucir en las grandes y solemnes ceremonias. En la anti­güedad la toga constituyó el traje nacional de Roma y como tal fue utilizado por los más pres­tigiosos historiadores, políticos y oradores de ese colosal imperio, entre quienes se desta­caron Julio César, Tiberio, Pompeyo y Cicerón. Posteriormente, y junto con el birrete, pasó a convertirse en el atuendo de ceremonia que utilizan los altos magistrados de las cortes, los jueces de los imponentes tribunales de la justicia, los miembros de las celebérrimas academias del mundo y los catedráticos des­tacados de las más famosas universidades. En países como Estados Unidos, España, Fran­cia, Inglaterra, México, Venezuela y Argentina, estas prendas son el símbolo del respeto, la academia, la justicia y la idoneidad. Recono­cidas universidades del mundo, como la de Har­vard, la Complutense, la Autónoma de Méxi­co, la de Salamanca y La Sorbona, utilizan este traje con mucha veneración. En Colombia, la hacen lo mismo la Pontificia Uni­versidad Javeriana, la histórica Universidad del Rosario y nuestra insuperable Universi­dad de Cartagena.


En la actualidad, abusar de la toga y el birrete para graduar bachilleres —inclusive alumnos del Kinder y la primaria— es una tí­pica deshonra y una verdadera profanación para esta tradicional prenda. Utilizar un traje sencillo y sobrio, sería lo más procedente para concurrir a un acto de esta mediana catego­ría. Además, si en cada colegio analizamos detenidamente el perfil de los graduandos, apenas un bajo porcentaje estaría apto para lucir esta augusta vestimenta, y sólo aquellos alumnos —infortunadamente la minoría—que durante sus estudios se distinguieron por el respeto, la consagración, el don de gente y la solidez en sus conocimientos, serían los únicos escogidos para utilizarla en una ceremonia de graduación. Los otros —que son la mayoría— y que en el transcurso del bachillerato se carac­terizaron por la irresponsabilidad, la apatía, ganaron los años a empujones, pasaron inad­vertidos y prácticamente culminaron los estu­dios casi sin saber leer ni escribir, estarían veta­dos moralmente para disfrazarse con esta sa­grada indumentaria al recibir el inmerecido y desprestigiado cartón de bachiller.


Por otra parte, en medio de todo este ambiente grotesco, es sorprendente el áni­mo de los veleidosos estudiantes para uni­formarse con la toga y el birrete en los fule­ros actos de graduación. Para ellos la utiliza­ción de estas prendas es como una especie de revanchismo contra el pésimo comporta­miento y el bajo nivel académico que han observado durante los años del bachillerato. Y obedeciendo a estas razones, muchas ve­ces los alegres graduandos cometen actos bochornosos en las sesiones de grado. Los hemos visto gritar, rechiflar, hacer relajo, qui­tarse las togas y lanzar los birretes al aire como muestra del júbilo que los acompaña en el momento de recibir un devaluado car­tón que no están en condiciones de susten­tar ni representar cuando se enfrentan a la sociedad. Y como cada año es mayor el nú­mero de bachilleres en Colombia, el disfraz de las togas seguirá siendo un negocio re­dondo para los empresarios y el público con­tinuará presenciando estos ridículos espec­táculos en las sesiones de promoción.