Ensayista, narrador, cronista, poeta, purista
del lenguaje, gramatologo y critico literario ..

lunes, 10 de agosto de 2009

In memoriam

Don Jaime Castellar Ferrer,
un caballero ejemplar
La última vez que vi a don Jaime Castellar Ferrer fue el miércoles 10 de julio de 1996. Junto con varios amigos, me había trasladado de Sincelejo a Cartagena para visitar a un compañero de trabajo que se encontraba recluido en la clínica María Bernarda, tras haber sufrido un problema cardíaco. Antes de viajar, tuve la precaución de citarme con mi hermano Jocé en ese centro asistencial, y pasada la hora de la fugaz visita al convaleciente, él atinó a decirme “estamos cerca a don Jaime, vamos para que lo saludes, que él siempre me pregunta por ti”. Acepté complacido, y con los amigos de Sincelejo nos fuimos a visitar al “ilustre maestro sanjacintero”, que ya tenía varios lustros de residir en la muy añeja y encopetada Ciudad Heroica.
Apenas abrió la puerta, no tardó un instante en reconocerme y, después del efusivo abrazo de rigor, se emocionó tanto con mi llegada que al poco rato descorchó una botella de whisky para celebrar el encuentro. Estaba prácticamente igual, y parecía que no hubiesen transcurrido veinticinco años que había dejado de verlo, desde mi graduación de bachiller el 30 de noviembre de 1971 en el Colegio Pinillos de Mompós.
Durante la improvisada visita, que se prolongó hasta después del almuerzo, hubo espacio para hablar de política, literatura, historia, academia, pero, sobre todo, recordamos sus fructíferos años en la Ciudad Valerosa, de donde había salido a comienzos de 1972 para radicarse definitivamente en la pintoresca villa del “Tuerto López”. Al cabo de un rato, me dijo “Eddie, supongo que todavía me haces la firma”. De inmediato tomé un papel y se la hice. Su sorpresa fue grande: la miró y la remiró y dijo “está perfecta”, “mejor que la que yo hago, porque ya me tiembla el pulso”. Aproveché también para recordarle las firmas de otros profesores, que yo imitaba con una facilidad asombrosa, y él las reconoció al instante con una precisión inalterable.
Tuve la fortuna de conocer a don Jaime Castellar Ferrer en septiembre de 1967, cuando llegó a Mompós a desempeñar la rectoría del histórico Colegio Pinillos, plantel que por esos momentos gozaba de un prestigio inigualable, aquilatado desde los lejanos tiempos de su fundación, hacía más de ciento cincuenta años. Yo cursaba 2º de bachillerato, y don Jaime, que por ese entonces frisaba más o menos los cuarenta años, había llegado del Colegio Nacional Roque de Alba de Villanueva, en la Guajira, para remplazar a don Lino Maturana Arriaga -chocoano de arraigo-, quien había soportado por esos días una tremenda huelga estudiantil, tal vez el último movimiento rebelde, organizado por los pinillistas, que marcó historia en ese celebérrimo claustro.
Desde su llegada, don Jaime cautivó a la comunidad educativa y, como era de esperarse, generó una gran expectativa en su nueva administración. Aún tengo vivas en la retina las imágenes de aquel lunes de septiembre, cuando escaló la antiquísima tarima de la rectoría para expresar el saludo de llegada y hacer su presentación personal. Fue el momento oportuno para que todos los estudiantes percibieran las grandes virtudes y cualidades que lo caracterizaban: la tolerancia excepcional, el acendrado humanismo, la solidez académica, el liderazgo natural y, en particular, su vastísima formación enciclopédica. Sin embargo, lo que más sorprendió a toda la comunidad fue su vestimenta impecable y su estilo personal, pues, contrario a todos los rectores de esa época, él no usaba vestido entero ni corbata, sino guayabera y corbatín, el cual se anudaba a manera de mariposa y en ocasiones solía soltarse para sobrellevar mejor las invivibles arremetidas del calor.
Asimismo, otro detalle singular que caracterizó a don Jaime fue la textura perfecta de su firma, una rubrica elegante que superaba los doce centímetros de extensión y tenía tres rasgos sobresalientes: una jota inicial, que era un trazo semidiagonal que medía entre 8 y 9 centímetros de largo; un signo central mediano, que bien podía representar una efe y era el símbolo de su apellido materno, y una erre mayúscula terminal, que sobresalía en el conjunto y armonizaba con la jota del comienzo. Recuerdo que por esa época no hubo un solo egresado del Pinillos que no se sintiera orgulloso de exhibir la firma del rector Castellar en su diploma de bachiller.
Dentro del profuso repertorio de anécdotas que recordamos el día de mi repentina visita en Cartagena, la que más le impactó fue un episodio ocurrido a finales de l968, cuando yo cursaba 3º de bachillerato. El profesor Ángel Zuluaga Giraldo, conocido con el apodo de “alambrito”, había viajado al interior del país y olvidó firmar la nómina del pago. Don Jaime, conocedor de mis habilidades al respecto, en el carro de la alcaldía de Mompós -un jeep willis modelo 58- se trasladó a Talaigua, mi pueblo natal, a buscarme para que yo hiciera la firma. Al llegar a la casa, Dona, mi mamá, le dijo “él está pateando bola en la plaza del cementerio”. Hasta allá llegó don Jaime y en el capó del pichirilo estampé la firma del mencionado profesor. Y eso mismo hice en otras ocasiones con las firmas de Próspero Ayala Póveda, Orlando Olivares Consuegra, Rafael Hernández Benavides, Alfonso Escárraga Tache y muchos otros docentes, que viajaban a su tierra de origen y dejaban la nómina sin firmar. Doña Lola, la pagadora, me lo solicitaba con mucho sigilo, y todo era ejecutado, naturalmente, con la autorización del rector.
Otro relato que lo emocionó ese día, fue un suceso ocurrido en el primer semestre 1971. Los estudiantes de los últimos años organizamos un movimiento para sacar al prefecto de disciplina, don Blas Velásquez Fernández, un bogotano de ancestro con ínfulas de militar, que había querido imponer en el colegio una disciplina castrense. Don Jaime, consciente de la situación, muy sutilmente apoyó la revuelta estudiantil, y el Ministerio, sin pérdida de tiempo, trasladó al prefecto para la población de Ocaña. A los pocos días, don Blas le envió a don Jaime un marconi que decía: “las víboras que me devoraron, te devorarán”. El mensaje provocó la risa, permaneció varios días en una cartelera y fue perdiendo el color, víctima de la desidia temporal.
Y, así como éstos, fueron muchos los detalles que recordamos ese 10 de julio de 1996, que nos deleitaron en exceso y nos abrieron la expectativa para una nueva visita. Al momento de despedirnos, don Jaime muy complacido me confesó que en cualquier momento me visitaría en Sincelejo, pues estaba interesado en llegar a esa ciudad para realizar una investigación sobre las costumbres y los nativos de esa región. Viaje que, tal vez impedido por su paciente y silenciosa enfermedad, nunca logró cristalizar.
El año pasado, cuando, por conducto mi hermano Jocé, su entrañable y fiel amigo, me enteré de su fallecimiento, deploré profundamente su partida, y en seguida evoqué, año por año, su permanencia en el Pinillos. Recordé que apenas llegó a Mompós tomaba los alimentos en la misma pensión donde residíamos varios estudiantes de Talaigua y de los pueblos vecinos. Recordé que siempre estábamos pendientes de aprovechar la porción de comida que dejaba en el plato, pues él, a pesar de ser de contextura gruesa, jamás hacía una comida completa. Recordé que frecuentemente solía visitar, en las primeras horas de la noche, a don Ernesto Serrano y don Eddie Dau, quienes vivían en la cercanía del Colegio Pinillos, y algunas veces se alejaba hasta la Calle Real del Medio para frecuentar otras amistades.
También recordé el gran aprecio y estimación que le profesaba la sociedad momposina, en especial los engolados exponentes de “la rancia y desteñida aristocracia”, y cómo era ponderado en toda la región, por su rigor administrativo, su integridad profesional, su temperamento accesible, su espíritu conciliador y su comprobada honestidad. Atributos que le sirvieron para que a mediados de 1970 desempeñara también, con lujo de detalles, la rectoría de la Normal de Señoritas, donde el Ministerio lo había designado transitoriamente, mientras nombraba una rectora titular.
Sinceramente, no podemos desconocer que la permanencia de don Jaime en la Villa de Santa Cruz de Mompós fue de mucha relevancia y trascendencia para el Colegio Pinillos. Con él se vive una era de reflexión y de excelencia académica, y con él expiró, también, “la época de los grandes rectores” o de “los rectores intelectuales”, como yo acertadamente la suelo denominar. Porque, don Jaime, al igual que los doctores Arturo Vieira Moreno, Demetrio Vallejo Mendoza, Orlando Ramírez Román y otros, fueron verdaderos prohombres de la educación que enaltecieron al Magisterio colombiano, y merced a sus sabias enseñanzas quedaron grabados con tinta indeleble en el pensamiento de todas aquellas generaciones que tuvimos el privilegio de ser sus estudiantes. Por eso hoy, cuando me ha tocado el honor de escribir esta nota “in memoriam”, no vacilo en afirmar que don Jaime Castellar Ferrer, por sobre cualquier opinión adversa, fue, indefectiblemente, un caballero ejemplar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario