Ensayista, narrador, cronista, poeta, purista
del lenguaje, gramatologo y critico literario ..

viernes, 14 de agosto de 2009

El Partido Conservador

La fuerza que no decide
En 1946, la postulación de dos candidatos liberales a la presidencia de la república, Gabriel Turbay y Jorge Eliécer Gaitán, facilitó el triunfo del aspirante conservador Mariano Ospina Pérez, cuya campaña electoral escasamente alcanzó un mes y había surgido en los últimos días, proclamada por el doctor Laureano Gómez, a raíz de la división irreconciliable de los candidatos del Partido Liberal. En 1982, se repite el mismo fenómeno: la división del liberalismo entre Alfonso López Michelsen y Luis Carlos Galán deja el camino expedito para que el conservador Belisario Betancur llegue a la jefatura del Estado sin mayores contratiempos. Está claro que en este triunfo influyeron grandemente las propuestas estelares de su campaña proselitista: “universidad a distancia” y “casas sin cuota inicial
Estos dos hechos históricos guardan estrecha relación con el episodio ocurrido en 1930: la división del Partido Conservador, ocasionada por los dos aspirantes Alfredo Vásquez Cobo y el poeta Guillermo Valencia, promueve la candidatura y el triunfo del liberal Enrique Olaya Herrera. No obstante, el caso más llamativo, relaciónándolo con estos hechos, lo pudimos apreciar en el 2002, cuando el liberalismo nuevamente llega dividido a las elecciones con las candidaturas de Horacio Serpa Uribe y Álvaro Uribe Vélez. El Partido Conservador fue incapaz de aprovechar el divisionismo liberal para lanzar un candidato propio, y terminó apoyando al aspirante antioqueño. Carlos Holguín Sardi, entonces director de esa bancada, se contentó afirmando que “apoyaban a Uribe Vélez porque era el aspirante que mejor encarnaba la ideología y los principios democráticos del Partido Conservador”
Esto quiere decir que los dirigentes conservadores sabían de sobra que desde hace mucho tiempo vienen en desventaja popular y que ya no cuentan con el electorado suficiente para conquistar la presidencia de la república. De donde se deduce que el conservatismo en estos momentos es “una fuerza que no decide”, y que los miembros que hoy lo conforman son los escasos descendientes de aquellos “godos de arraigo” que hace más de medio siglo se regodeaban diciendo que pertenecían al Partido Conservador. Y esto lo pudimos apreciar en 1990, cuando Rodrigo Lloreda Caicedo, el candidato oficial de esa colectividad, fue duplicado en votos por el doctor Álvaro Gómez Hurtado, quien había liderado una campaña electoral de escasos dos meses al frente de su recién fundado “Movimiento de Salvación Nacional”.
Y si nos detenemos a revisar el triunfo de Andrés Pastrana, también sabemos de sobra que un alto porcentaje de sus electores, antes de votar por él, lo hicieron contra el “narcoescándalo” que originó el proceso 8000 y que estaba representado por Horacio Serpa Uribe, el fiel escudero, en ese entonces, de Ernesto Samper Pizano. Como estaba el país en aquel momento, cualquier otro candidato que se hubiera enfrentado a Serpa, habría estado en condiciones de derrotarlo con facilidad. Y, lógicamente, para asegurar el triunfo, Pastrana canalizó el rechazo del sentimiento nacional y, como estrategia maestra, se interno en las selvas de Caguán para entrevistarse con Marulanda y demostrarles a los colombianos que se columbraban buenos vientos en el proceso de paz. Del repentino encuentro quedó como testimonio la foto que le dio la vuelta al mundo, donde aparecen el líder guerrillero y el aspirante conservador vistiendo un suéter amarillo.
“El Partido Conservador no existe” manifestó en diversas oportunidades el doctor Alvaro Gómez Hurtado. Él, mejor que nadie, sabía la crisis política e ideológica que venía atravesando esta colectividad, la misma que a comienzos del siglo pasado era la fuerza mayoritaria en Colombia. Y fue certera esta afirmación, porque actualmente es poco lo que queda y está en condiciones de decidir este partido. Y con toda seguridad, cuando se definan los aspirantes definitivos a la presidencia, el Partido Conservador terminará apoyando, naturalmente, al candidato uribista. Entonces quedará convertido en “el bobo del pueblo”, así como lo calificó el doctor Laureano Gómez en un editorial de El Siglo en l946.

lunes, 10 de agosto de 2009

Novedad bibliográfica

El diccionario panhispánico de dudas
En 1997, cuando se celebró en Zacatezas, México, el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, Gabriel García Márquez, quien figuraba entre los más ilustres participantes del evento, salió con un disparate que causó la burla y el desconcierto, no sólo en la totalidad de los académicos e intelectuales asistentes, sino en todas las personas del mundo entero que en ese momento gozaban el privilegio de hablar la gloriosa y transparente lengua de Cervantes: “eliminar la ortografía del castellano”. Aunque, en un comienzo se pensó que la propuesta de Gabo no era más que una de sus acostumbradas “mamadera de gallo”, muy pronto quedó descubierto de que estaba hablando en serio y tratando de justificar con razones insustanciales el fundamento de su proposición. Sostenía el connotado escritor macondiano que las palabras debían escribirse atendiendo al sonido, más no al origen, y que, por consiguiente, había que desterrar del lenguaje todas las letras y reglas que fueran innecesarias. Proponía, más concretamente, acabar con la h y con los homófonos v, j, c, q, x y ll, para facilitar a los estudiosos la simplicidad de la escritura y evitarles, asimismo, el tormento de la ortografía. Años más tarde, cuando publicó el primer tomo de sus memorias “Vivir para contarla”, dejó constancia de su consideración al expresar sin rodeos: “Hoy mi problema sigue siendo el mismo: nunca pude entender por qué se admiten letras mudas o dos letras distintas con el mismo sonido, y tantas otras normas ociosas”.

Sin embargo, como la insólita propuesta de García Márquez no tuvo acogida y fue descalificada en el acto, los académicos presentes columbraron desde entonces la fabulosa idea de crear un diccionario explicativo, que sirviera de consulta permanente a todos los beneficiarios de la lengua castellana. Por este motivo, desde comienzos del presente año se encuentra disponible en las principales librerías de la capital de la república el “Diccionario panhispánico de dudas”, que fue editado por la Real Academia Española y el Instituto Cervantes de Madrid en convenio con la Asociación de Academias de la Lengua Castellana. Una voluminosa obra que aparte de registrar los distintos usos, giros y significados de las palabras en las diferentes regiones de América, busca servir de instrumento útil y eficaz a todas aquellas personas que se preocupan por mejorar el dominio expresivo y ampliar sus conocimientos acerca del lenguaje. En él se resuelven las dudas que muy a menudo presentan los usuarios del idioma y se proponen respuestas claras y precisas a las muchísimas dificultades léxicas que diariamente acosan y perturban a los hablantes, y que se relacionan con la buena pronunciación y la correcta escritura de las palabras. Es, en definitiva, un diccionario eminentemente normativo, teniendo en cuenta que sus principios y recomendaciones están fundados en las “normas” que hoy regulan el manejo correcto de la lengua española, y se encuentran respaldadas por las distintas academias que velan por la claridad, la propiedad, la rectitud y la pureza del lenguaje.

De esta manera, el estudioso del castellano, que hoy consulte el “Diccionario panhispánico de dudas”, tendrá la oportunidad de clarificar inconvenientes relacionados con las estructuras fonológica, morfológica, sintáctica y lexicosemántica del idioma, al tiempo que hallará una respuesta concreta para satisfacer sus intereses personales o profesionales, o mejorar su nivel de formación y preparación lingüística. Y como la lengua no es un organismo estático, sino que experimenta cambios en el transcurso de su evolución histórica, cada aspecto ilustrativo muestra las distintas variantes léxicas -diastráticas y diatópicas- que enriquecen su contenido, originadas por el auge y la preponderancia que diariamente experimenta el castellano y lo sitúan entre los idiomas más importantes del mundo. Por esta razón, no me queda la menor incertidumbre al considerar que con la publicación del “Diccionario panhispánico de dudas”, los amantes del castellano encontrarán una vía fácil para resolver sus inquietudes lingüísticas, y con él García Márquez se olvidará definitivamente de su absurda propuesta de eliminar por completo la ortografía del castellano, condición que, según él mismo confiesa, “ha sido su calvario de toda la vida”.

In memoriam

Don Jaime Castellar Ferrer,
un caballero ejemplar
La última vez que vi a don Jaime Castellar Ferrer fue el miércoles 10 de julio de 1996. Junto con varios amigos, me había trasladado de Sincelejo a Cartagena para visitar a un compañero de trabajo que se encontraba recluido en la clínica María Bernarda, tras haber sufrido un problema cardíaco. Antes de viajar, tuve la precaución de citarme con mi hermano Jocé en ese centro asistencial, y pasada la hora de la fugaz visita al convaleciente, él atinó a decirme “estamos cerca a don Jaime, vamos para que lo saludes, que él siempre me pregunta por ti”. Acepté complacido, y con los amigos de Sincelejo nos fuimos a visitar al “ilustre maestro sanjacintero”, que ya tenía varios lustros de residir en la muy añeja y encopetada Ciudad Heroica.
Apenas abrió la puerta, no tardó un instante en reconocerme y, después del efusivo abrazo de rigor, se emocionó tanto con mi llegada que al poco rato descorchó una botella de whisky para celebrar el encuentro. Estaba prácticamente igual, y parecía que no hubiesen transcurrido veinticinco años que había dejado de verlo, desde mi graduación de bachiller el 30 de noviembre de 1971 en el Colegio Pinillos de Mompós.
Durante la improvisada visita, que se prolongó hasta después del almuerzo, hubo espacio para hablar de política, literatura, historia, academia, pero, sobre todo, recordamos sus fructíferos años en la Ciudad Valerosa, de donde había salido a comienzos de 1972 para radicarse definitivamente en la pintoresca villa del “Tuerto López”. Al cabo de un rato, me dijo “Eddie, supongo que todavía me haces la firma”. De inmediato tomé un papel y se la hice. Su sorpresa fue grande: la miró y la remiró y dijo “está perfecta”, “mejor que la que yo hago, porque ya me tiembla el pulso”. Aproveché también para recordarle las firmas de otros profesores, que yo imitaba con una facilidad asombrosa, y él las reconoció al instante con una precisión inalterable.
Tuve la fortuna de conocer a don Jaime Castellar Ferrer en septiembre de 1967, cuando llegó a Mompós a desempeñar la rectoría del histórico Colegio Pinillos, plantel que por esos momentos gozaba de un prestigio inigualable, aquilatado desde los lejanos tiempos de su fundación, hacía más de ciento cincuenta años. Yo cursaba 2º de bachillerato, y don Jaime, que por ese entonces frisaba más o menos los cuarenta años, había llegado del Colegio Nacional Roque de Alba de Villanueva, en la Guajira, para remplazar a don Lino Maturana Arriaga -chocoano de arraigo-, quien había soportado por esos días una tremenda huelga estudiantil, tal vez el último movimiento rebelde, organizado por los pinillistas, que marcó historia en ese celebérrimo claustro.
Desde su llegada, don Jaime cautivó a la comunidad educativa y, como era de esperarse, generó una gran expectativa en su nueva administración. Aún tengo vivas en la retina las imágenes de aquel lunes de septiembre, cuando escaló la antiquísima tarima de la rectoría para expresar el saludo de llegada y hacer su presentación personal. Fue el momento oportuno para que todos los estudiantes percibieran las grandes virtudes y cualidades que lo caracterizaban: la tolerancia excepcional, el acendrado humanismo, la solidez académica, el liderazgo natural y, en particular, su vastísima formación enciclopédica. Sin embargo, lo que más sorprendió a toda la comunidad fue su vestimenta impecable y su estilo personal, pues, contrario a todos los rectores de esa época, él no usaba vestido entero ni corbata, sino guayabera y corbatín, el cual se anudaba a manera de mariposa y en ocasiones solía soltarse para sobrellevar mejor las invivibles arremetidas del calor.
Asimismo, otro detalle singular que caracterizó a don Jaime fue la textura perfecta de su firma, una rubrica elegante que superaba los doce centímetros de extensión y tenía tres rasgos sobresalientes: una jota inicial, que era un trazo semidiagonal que medía entre 8 y 9 centímetros de largo; un signo central mediano, que bien podía representar una efe y era el símbolo de su apellido materno, y una erre mayúscula terminal, que sobresalía en el conjunto y armonizaba con la jota del comienzo. Recuerdo que por esa época no hubo un solo egresado del Pinillos que no se sintiera orgulloso de exhibir la firma del rector Castellar en su diploma de bachiller.
Dentro del profuso repertorio de anécdotas que recordamos el día de mi repentina visita en Cartagena, la que más le impactó fue un episodio ocurrido a finales de l968, cuando yo cursaba 3º de bachillerato. El profesor Ángel Zuluaga Giraldo, conocido con el apodo de “alambrito”, había viajado al interior del país y olvidó firmar la nómina del pago. Don Jaime, conocedor de mis habilidades al respecto, en el carro de la alcaldía de Mompós -un jeep willis modelo 58- se trasladó a Talaigua, mi pueblo natal, a buscarme para que yo hiciera la firma. Al llegar a la casa, Dona, mi mamá, le dijo “él está pateando bola en la plaza del cementerio”. Hasta allá llegó don Jaime y en el capó del pichirilo estampé la firma del mencionado profesor. Y eso mismo hice en otras ocasiones con las firmas de Próspero Ayala Póveda, Orlando Olivares Consuegra, Rafael Hernández Benavides, Alfonso Escárraga Tache y muchos otros docentes, que viajaban a su tierra de origen y dejaban la nómina sin firmar. Doña Lola, la pagadora, me lo solicitaba con mucho sigilo, y todo era ejecutado, naturalmente, con la autorización del rector.
Otro relato que lo emocionó ese día, fue un suceso ocurrido en el primer semestre 1971. Los estudiantes de los últimos años organizamos un movimiento para sacar al prefecto de disciplina, don Blas Velásquez Fernández, un bogotano de ancestro con ínfulas de militar, que había querido imponer en el colegio una disciplina castrense. Don Jaime, consciente de la situación, muy sutilmente apoyó la revuelta estudiantil, y el Ministerio, sin pérdida de tiempo, trasladó al prefecto para la población de Ocaña. A los pocos días, don Blas le envió a don Jaime un marconi que decía: “las víboras que me devoraron, te devorarán”. El mensaje provocó la risa, permaneció varios días en una cartelera y fue perdiendo el color, víctima de la desidia temporal.
Y, así como éstos, fueron muchos los detalles que recordamos ese 10 de julio de 1996, que nos deleitaron en exceso y nos abrieron la expectativa para una nueva visita. Al momento de despedirnos, don Jaime muy complacido me confesó que en cualquier momento me visitaría en Sincelejo, pues estaba interesado en llegar a esa ciudad para realizar una investigación sobre las costumbres y los nativos de esa región. Viaje que, tal vez impedido por su paciente y silenciosa enfermedad, nunca logró cristalizar.
El año pasado, cuando, por conducto mi hermano Jocé, su entrañable y fiel amigo, me enteré de su fallecimiento, deploré profundamente su partida, y en seguida evoqué, año por año, su permanencia en el Pinillos. Recordé que apenas llegó a Mompós tomaba los alimentos en la misma pensión donde residíamos varios estudiantes de Talaigua y de los pueblos vecinos. Recordé que siempre estábamos pendientes de aprovechar la porción de comida que dejaba en el plato, pues él, a pesar de ser de contextura gruesa, jamás hacía una comida completa. Recordé que frecuentemente solía visitar, en las primeras horas de la noche, a don Ernesto Serrano y don Eddie Dau, quienes vivían en la cercanía del Colegio Pinillos, y algunas veces se alejaba hasta la Calle Real del Medio para frecuentar otras amistades.
También recordé el gran aprecio y estimación que le profesaba la sociedad momposina, en especial los engolados exponentes de “la rancia y desteñida aristocracia”, y cómo era ponderado en toda la región, por su rigor administrativo, su integridad profesional, su temperamento accesible, su espíritu conciliador y su comprobada honestidad. Atributos que le sirvieron para que a mediados de 1970 desempeñara también, con lujo de detalles, la rectoría de la Normal de Señoritas, donde el Ministerio lo había designado transitoriamente, mientras nombraba una rectora titular.
Sinceramente, no podemos desconocer que la permanencia de don Jaime en la Villa de Santa Cruz de Mompós fue de mucha relevancia y trascendencia para el Colegio Pinillos. Con él se vive una era de reflexión y de excelencia académica, y con él expiró, también, “la época de los grandes rectores” o de “los rectores intelectuales”, como yo acertadamente la suelo denominar. Porque, don Jaime, al igual que los doctores Arturo Vieira Moreno, Demetrio Vallejo Mendoza, Orlando Ramírez Román y otros, fueron verdaderos prohombres de la educación que enaltecieron al Magisterio colombiano, y merced a sus sabias enseñanzas quedaron grabados con tinta indeleble en el pensamiento de todas aquellas generaciones que tuvimos el privilegio de ser sus estudiantes. Por eso hoy, cuando me ha tocado el honor de escribir esta nota “in memoriam”, no vacilo en afirmar que don Jaime Castellar Ferrer, por sobre cualquier opinión adversa, fue, indefectiblemente, un caballero ejemplar.

Primeros auxilios

Para hablar mal "el" español
Arrastrado por la curiosidad, y sobre todo por lo sugestivo del título, me apresuré a comprar el libro Primeros auxilios para hablar bien español (1), escrito por la gramatóloga, supongo bogotana, Soledad Moliner, que fue recomendado hace algunos días por la periodista D´arcy Quinn en la sección Código Caracol del noticiero nocturno de ese canal televisivo y también fue reseñado en la página libros de la revista Credencial del mes de mayo. Éste, según mi opinión, es un trabajo poco novedoso, en el cual la autora, deseosa de impresionar en el campo del idioma, propone una serie de consejos prácticos, a manera de trucos y claves, para detectar y corregir los infinitos errores que a diario cometen los hispanohablantes en el manejo de la lengua. La identificación de los lapsus y gazapos expresivos la comenta a través de cinco pasos: el síndrome, el diagnóstico, el tratamiento, la receta y la denominación técnica de la enfermedad.
Después de leer y releer el libro, y de haber detectado en él una serie de incorrecciones, tanto en la redacción como en la gramática, he llegado a la conclusión de que el trabajo de la señora Moliner mejor debería llamarse Primeros auxilios para hablar mal “el” español. Y escribo la palabra el entre comillas porque el libro desde el comienzo hasta el final está plagado de errores. Por ejemplo, al prescindir del artículo el en la titulación, y escribir hablar bien español, encontramos la primera falla, la cual se percibe apenas apreciamos o pronunciamos esta expresión. Aquí es obligatorio el uso del artículo para determinar la palabra español, que en esta frase no es adjetivo, sino un nombre que funciona como complemento del adverbio bien que está modificando el verbo hablar. Además, con ello prevalece la eufonía, que, como bien sabemos, es la cualidad que hace agradable los sonidos del lenguaje. Ejemplos similares los encontramos en las construcciones “salar bien la carne”, “pronunciar mal las palabras”, “aprender bien la lección”, donde, como vemos, en ninguna podemos omitir el artículo. En la última página, aparece que el gentilicio de Túquerres es turrequeño, afirmación equivocada, puesto que la forma correcta es tuquerreño, como figura en el Diccionario de gentilicios colombianos. Se presenta aquí una metátesis, al alterar el orden correcto de las letras en el cuerpo de la palabra, que es el mismo error que ocurre cuando pronunciamos estógamo, tirejas o miraglo, en vez de las formas correspondientes.
En el capítulo titulado “Botiquín para la lengua” son notorios los errores de construcción y las repeticiones viciosas, que reflejan escasa maestría en el ejercicio de la redacción. En la frase “la que nos permite comunicarnos”, página 9, se observa la repetición innecesaria del pronombre nos, sobre todo el antepuesto al verbo permitir, lo que produce una clara disonancia, como si se tratara de una rima en eco. Aquí lo correcto es “la que permite comunicarnos”, utilizando la forma enclítica del pronombre, que es la más sonora en estos casos. En las frases “algunas heridas que producimos los hispanohablantes” y “porque el aspirante produce mala impresión”, página 9, se abusa del verbo producir, ignorando con ello que al hablar –o al escribir- debemos utilizar los verbos que más precisen el sentido de lo que se desea expresar. Y en la primera oración el verbo exacto es causar, y en la segunda, bien causar, o bien dejar. En la frase “preocupados e interesados en el buen uso del español”, página 10, se atenta contra el régimen al utilizar incorrectamente la preposición en. Según el Diccionario panhispánico de dudas, cuando ambos verbos funcionan como intransitivos pronominales los rige la preposición por. Entonces, la forma correcta es “preocupados e interesados por el buen uso del español”. En la expresión “Es, como su misma etimología lo explica, una pequeña botica”, página 10, para referirse a botiquín, se comete una impropiedad idiomática al confundir el origen de esta palabra con el significado de la misma, el cual se refiere a su forma diminutiva. En la redacción “El lector podrá darse cuenta del apasionante camino que han recorrido las palabras a lo largo de siglos para llegar hasta su boca”, página 11, se presenta un típico caso de anfibología textual, pues no sabemos si se trata de la boca del lector o la boca del camino. Como suponemos que se refiere al primero, la construcción debió ser “El lector podrá darse cuenta de que las palabras para llegar hasta su boca han tenido que recorrer un apasionante camino a lo largo de siglos”.
Más adelante, en el texto llamado Brevísima historia de la lengua española, página 13, encontramos otra confusión en la frase “Se trata de un diccionario que recoge vocabulario latino deformado por siglos de uso vulgar”. La pésima ubicación del complemento del verbo principal impide la claridad de esta expresión, pues no se sabe si el “uso vulgar” califica a siglos o a diccionario. Como, lógicamente, debe referirse a este último, la redacción debió ser “Se trata de un diccionario de uso vulgar que recoge vocabulario latino deformado por siglos”. Y en el mismo párrafo, continúa la redacción: “Para entonces, el latín era una lengua escrita y el romance, oral”. En esta construcción, la autora utiliza una de las funciones de la coma, la cual es remplazar el verbo cuando éste tiene un antecedente que lo sobreentiende. Pero, desde ningún punto de vista, este signo puede sustituir el verbo con su respectivo complemento, cuando lo lleva. Por lo tanto, ella debió escribir: “Para entonces, el latín era una lengua escrita y el romance, una lengua oral”. Un error similar lo comete también en la página 15, cuando escribe: “Otras tenían procedencia diferente y, en el caso del vasco, ignota”. Aquí la forma correcta es: “Otras tenían procedencia diferente y, en el caso del vasco, procedencia ignota”.
Asimismo, encontramos expresiones cacofónicas que vulneran las normas -o recomendaciones- que debemos tener presentes en el momento de escribir. En la redacción, página l5, aparece “El español primitivo primero echó raíces en el centro de España”. Para evitar el desagrado que producen las dos palabras que comienzan con pri, lo correcto era escribir: “El español primitivo inicialmente echó raíces en el centro de España”. Y en otras construcciones, aunque los textos sean entendibles, se altera el orden de los complementos, lo que causa una ligera ambigüedad. Por ejemplo, la expresión “cualquier producto moderno de limpieza”, página 19, debió escribirse “cualquier producto de limpieza moderno”. Lo mismo sucede con la frase “Los medios modernos de comunicación”, página 16, cuando lo más elegante es “Los medios de comunicación modernos” o “Los modernos medios de comunicación”. Otro solecismo –o vicio de construcción- lo encontramos en el mini texto “se omitieron las citas porque hacía muy voluminoso al diccionario”, página 21, que, curiosamente, presenta dos errores: uno de concordancia porque el sujeto está en plural –las citas- y el verbo, en singular –hacía-, y otro que afecta el régimen al utilizar la preposición a en el complemento directo, al no ser este persona o cosa personificada. Por consiguiente, la forma correcta de esta frase es “se omitieron las citas porque hacían el diccionario muy voluminoso”.
Y en lo referente al contenido, titulado “Inventario de males”, quiero referirme concretamente al acápite llamado “coloquitis crónica”, , en el cual dice la autora, que presenta una antología de expresiones, elaborada con la ayuda de sus alumnos, donde el verbo colocar ha desplazado al verbo poner. Incluye frases como: “me coloca al borde de la quiebra”, “a la bebé le colocaron Valentina”, “eso me colocó a pensar”, “la debo colocar en práctica”, “ella se colocó brava”, “me colocó en ridículo”, “voy a colocar la queja” y otras barbaridades con este verbo, página 46, que, en realidad, no me explico de dónde las sacó esta señora, porque no creo que en Colombia existan personas, por muy ignorantes que sean, que lancen estas expresiones. Y mucho menos en Bogotá, donde, se dice, se habla el mejor castellano del mundo. Pero, lo más ridículo de la señora Moliner es llamar antología a esta serie de estupideces, desconociendo con ello que esta palabra se reserva para designar creaciones más trascendentales. También hago mención de los ejemplos que ilustra cuando expone lo referente al tema del laísmo, leísmo y loísmo, originado por el uso incorrecto de los pronombres le, la, lo y sus respectivos plurales, los cuales causan una auténtica repulsión al utilizarlos indebidamente: “Llamé a Olga y la propuse que fuéramos al cine”, “Me encontré con las vecinas y las dije que tú las necesitabas”, “A Jorge lo dieron una fiesta de bienvenida” y “Los dije que no podría visitarlos”, página 104. Tampoco creo que estas expresiones tengan cabida en ningún registro idiomático colombiano. Y la receta que la gramatóloga propone para corregir estos vicios es todavía más compleja, pues consiste en saber si estas formas pronominales cumplen funciones con un complemento directo o indirecto, probándolo a través de la voz pasiva. Lo que significa que siempre que estemos hablando, debemos hacer un alto en la conversación y tener papel y lápiz para realizar las respectivas comprobaciones.
Finalmente, tras haber estudiado y analizado con mucho detenimiento el profuso repertorio de aberraciones gramaticales que agrupa el tratado de la referencia, y también las claves que propone la autora para corregirlas, me da la impresión de que la señora Moliner desconoce la enorme diferencia que existe entre la lengua hablada y la lengua escrita. Mientras la primera es más bien de carácter espontáneo y se acompaña con el énfasis, los gestos y el estado anímico de los usuarios, y es casi imposible someterla a reglas de normatividad en el momento de hablar, la segunda es más que todo reflexiva, depurada y analítica, y se auxilia, lógicamente, con los recursos lingüísticos que posee el escritor, los cuales entran en función cuando éste realiza su actividad creadora y, con el ejercicio permanente, constituyen la base esencial para definir su estilo personal. Por eso, debido a esta gran diferencia, siempre se ha dicho con sobrada razón que “lo más difícil que tiene una persona es expresar por escrito lo que piensa”. Y el reputado escritor francés, Jorge Luis Leclerc, conocido como “el conde de Buffon” expresó en alguna oportunidad: “Los que escriben como hablan, por bien que hablen, escriben muy mal”. Entonces, de acuerdo con estas apreciaciones, considero que el botiquín de trucos que la señora Moliner nos propone tener en cuenta “para hablar bien español”, antes de ser oportuno y edificante para el manejo del lenguaje, no hace más que crear un enredo y una tremendísima confusión en los hablantes.

Las pruebas del Icfes

Cuarenta años de estafa
Nuevamente se acercan las desprestigiadas pruebas del Icfes. Y como es costumbre, ya andan los despistados estudiantes de último año, corriendo de un lado para otro, comprando cuanta basura publican los periódicos y realizando los cursos preparatorios que organizan los colegios y universidades para sacar jugosas ganancias y engañar a los incautos. Son cuarenta años que lleva este inoperante Instituto con la misma rutina: practicando unos exámenes pasados de moda, donde se formulan unas preguntas inútiles e insustanciales, que nada tienen que ver con los intereses de los estudiantes, ni mucho menos con el medio donde ellos viven.
Empero, lo más ridículo de este cuento lo apreciamos cuando llegan los resultados de las pruebas: los rectores y muchos profesores de los colegios pavoneándose orondamente con los puntajes altos que logran alcanzar algunos estudiantes. Se gastan más de una semana haciendo gráficas y cuadros sinópticos para exhibirlos como los mejores trofeos obtenidos por el trabajo que vienen realizando. Recuerdo, a propósito, que hace tres años un colegio de clase media en Sincelejo estuvo varios días de fiesta porque un alumno logró quedar en primer puesto a nivel nacional. Pero la dicha únicamente fue ese año, porque desde entonces han permanecido en un total hermetismo, pues no han vuelto a figurar en nada y sólo han conseguido descalabros en los puntajes.
Recuerdo también que en otra ocasión, las alumnas de un plantel de la clase alta salieron excelentes en la prueba de lenguaje, y la noticia corrió por toda la ciudad. Sin embargo, lo más curioso de este hecho era que la mayoría de estas estudiantes no sabía escribir, siquiera, la primera línea de un párrafo normal. Con esto se demuestra que la “prueba de lenguaje”, proyectada por el Icfes es lo más absurdo en lo referente a conocimientos del idioma. Porque, para certificar que una persona domina el lenguaje, necesariamente debe demostrarlo hablando o escribiendo, que son las dos formas auténticas para comprobar su aptitud verbal y su competencia lingüística. Lo del Icfes se limita a formular preguntas sobre unos textos deslavazados e incoherentes, tomados de autores arcaicos o de escritores incipientes, que poco dominan el arte de escribir. Además, las preguntas que se hacen, quiérase o no, se arropan con el subjetivismo de quienes las formulan. Y para rematar el cuento, los textos evaluados generalmente circulan en los cuadernillos que venden las empresas encargadas de ofrecer material ilustrativo, incluyendo también los muy apetecidos exámenes similares, que se practican con antelación a manera de simulacro.
No obstante, así como estas pruebas se han convertido en la “gallinita de los huevos de oro” para las instituciones que brindan los cursos preparatorios, lo mismo representan para el Icfes, al significarles un fabuloso “negocio redondo”. La realización de dos exámenes anuales a más de setecientos mil bachilleres por un valor cercano a los treinta mil pesos, a pesar de los gastos de inversión, deja una ganancia incalculable, cuyo destino final se desconoce y va a parar, con toda seguridad, a las manos de la “corrupción administrativa”, que es la última carrera profesional que se viene ofreciendo en las universidades colombianas y brinda excelentes oportunidades de trabajo en todos los cargos de la administración pública.
Francamente, no logro explicarme hasta cuándo los colombianos tendremos que soportar la falsedad de las pruebas del Icfes. Considero que ya es hora de acabar con esta estafa, que nada significativo le reporta a la educación nacional. Porque, es una mediocridad creer que en realidad estos exámenes sirven para evaluar los conocimientos y medir la calidad de la educación colombiana. Todo lo contrario, resultan innecesarios, máxime cuando cada institución universitaria tiene su propio criterio de evaluación y selección de estudiantes. Lamentablemente, mientras la corrupción persista, es imposible que el gobierno tome la decisión de acabar con “la minita de oro” que representan los chambones y obsoletos exámenes de estado.

Una feria burocrática

El club de los viceministros
Tanto que vociferaba el presidente Uribe, en el desarrollo de su primera campaña proselitista, que si llegaba a la jefatura del Estado, su bandera estelar sería combatir el clientelismo, la corrupción administrativa y la burocracia estatal, lamentablemente hoy, tras haber vivido un septenio de su gobierno, los colombianos podemos afirmar que las estrategias empleadas por el primer mandatario no han satisfecho sus propósitos iniciales y, por el contrario, los enemigos de su lucha se han fortalecido más, hasta el punto de que muestran incomparable este gobierno, y es poco lo que falta para que sea catalogado como uno de los más clientelistas, más burocráticos y más corruptos de los últimos tiempos.
Asimismo, a las ofertas anteriores se suman las promesas del entonces candidato de combatir y acabar con la delincuencia organizada y con los guerrilleros de las Farc. Afirmaciones un tanto ligeras, y que, a la postre, fueron decisivas para que el sentimiento colombiano se volcara masivamente a los puestos de votación –aquel 26 de mayo de 2002– y éste resultara vencedor ante los ojos de los otros aspirantes, que sorprendidos veían como “el seminarista” antioqueño se encaramaba sin mayores inconvenientes en el sillón presidencial. “Pastrana me derrotó con el discurso de la paz y ahora Uribe me derrota con el discurso de la guerra”, fue lo único que atinó a expresar Horacio Serpa en su segunda derrota por la presidencia.
Soy consciente de que hablar en estos momentos de la corrupción y la politiquería no tiene sentido. Estos flagelos son un cáncer incurable que ha hecho metástasis en todo el país, y el pueblo indefenso y tolerante se ha resignado a convivir con él. Actualmente, las páginas enteras de cualquier medio informativo resultarían insuficientes para comentar los permanentes escándalos de corrupción que campean por casi todos los recintos de la administración pública. Y frente a este cínico espectáculo, el Presidente se muestra impotente para castigar con “mano firme” a los protagonistas del desorden. Muchas veces, porque éstos suelen ser sus amigotes y otras, porque median intereses personales o favores políticos. Prevalece aquí el “corazón grande”, que fue el complemento de su consigna programática desde que inició su conquista por la jefatura del Estado.

Y en relación con la frondosa burocracia que desangra al país, también fue mucho lo que prometió en su momento el candidato Uribe Vélez. Hablaba de acabar con varios consulados y embajadas, de clausurar algunos ministerios y de reducir el número de senadores y representantes. Empero, todo se quedó en promesas o aún permanece en el tintero, porque hoy, cuando faltan escasos catorce meses para culminar su mandato de ocho años, la burocracia sigue igual o más bien, se ha incrementado. Un caso concreto lo encontramos en los veinticuatro viceministerios existentes. Es decir, cerró tres carteras, pero duplicó el número de cargos, porque, a la larga, al no existir los principales, los “vice” tienen la misma categoría de un ministro titular.
También quiero comentar el altísimo despilfarro que generan las asesorías, y me refiero concretamente a las que tienen posesión en la Casa de Nariño. Sobre el particular, supongo que son pocos los colombianos que tienen idea del profuso equipo de oligarcas que asesoran al presidente de la república y reciben por ello jugosos salarios. Como es de suponerse, estos burócratas también son incontables en todos los altos cargos del país. Todo, porque “los mediocres administradores son incapaces de tomar decisiones si no consultan con los asesores”. La gran mayoría son clásicos estafadores y las asesorías que brindan sólo tienen transparencia en materia de corrupción. Sin embargo, como en Colombia todo es posible, mientras el pueblo raso sufre los acosos de los aberrantes impuestos estatales y los cleptócratas inflan sus arcas merced al despilfarro, el presidente Uribe disfruta, por un lado, impartiendo órdenes al “club de los viceministros” en las reuniones palaciegas, y por otro, repartiendo “platica” en sus trillados consejos comunales.

La sentencia de López Michelsen

“No veo sustituto de Uribe”


Efectivamente, ésta fue la sentencia del presidente López Michelsen hace algunos años cuando apenas comenzaba a perfilarse la primera reelección del presidente Uribe. Con la lucidez y el tacto analítico que lo caracterizaban, había sopesado las capacidades de cada uno de los integrantes del grupo de presidenciables que en los últimos tiempos vienen haciendo cabriolas para apoderarse de la presidencia de la república. La frase, lanzada en una entrevista que le concedió al periodista Yamid Amad, sorprendió al país entero, originó hartísimos comentarios y le cayó como un baldado de agua fría a los eternos candidatos, particularmente a Horacio Serpa, quien en esos momentos ya se encontraba organizando su tercera y última aspiración presidencial.
Está claro que, con esta enfática premisa, López Michelsen descalificaba, sin excepción, a todos los engolillados aspirantes al sillón presidencial, empezando con los emblemáticos exponentes del hoy desprestigiado Partido Liberal, pasando por los embriones politiqueros de la coalición uribista y terminando con los alebrestados líderes del Polo Democrático. Asimismo, con su certera apreciación, el ilustre ex mandatario invitaba a la reflexión nacional y de manera tácita exhortaba al sentimiento colectivo a votar nuevamente por el presidente Uribe Vélez. Y, en efecto, no se equivocó, porque su sentencia se ratificó en mayo de 2006 con el aplastante triunfo de la reelección uribista, la cual superó el 62% del electorado y dejó por el suelo al candidato del oficialismo liberal, que escasamente alcanzó el 11% del la votación total..
Y como pinta el panorama en la actualidad, parece que la sentencia del antiguo padre del MRL, dos años después de su muerte, sigue igual o con mejor vigencia. Porque, es evidente que ninguno de los cuasi presidenciables que hoy integran el profuso abanico de precandidatos goza de la aceptación nacional ni proyecta la simpatía selectiva que debe inspirar un verdadero líder popular, y la gran masa ciudadana, consciente de esta pobreza, nuevamente se dispone a respaldar el ambicioso proyecto de la trielección presidencial. Una determinación que se fundamenta, desde luego, en la objetividad, pues el pueblo es testigo del trabajo inagotable y valora el fabuloso programa de gobierno que viene desarrollando el presidente Uribe, sobre todo, en el campo social, en la confianza inversionista y en lo relacionado con la seguridad democrática.
En otras palabras, está claro que el presidente López significaba con su apreciación la no existencia de un personaje idóneo y competente para ejercer la jefatura del Estado. Esto contrastaba notablemente con la posición del doctor Laureano Gómez hace un poco más de cincuenta años, cuando se inició el Frente Nacional y dio a conocer al país una lista de cuarenta personajes que él mismo calificó de “presidenciables”, todos aptos para ocupar cualquiera de los cuatro períodos del acuerdo bipartidista. En ella estaban incluidos, naturalmente, los dos Lleras, Valencia y Pastrana Borrero. En la actualidad, y haciendo eco en la sentencia de López Michelsen, todos quedan reprobados, desde Juan Manuel Santos hasta Germán Vargas Lleras, pasando, sin excepción, por todos los ilusos que proponen sus nombres para ser precandidatos.
Por estos días, observamos también la posición discreta y silenciosa que mantiene el presidente Uribe frente a esta encrucijada. El, mejor que nadie, sabe que ninguno de los politiqueros que sabanean por la Casa de Nariño y le hacen carantoñas reúne las condiciones excepcionales para reemplazarlo. En otras palabras, no hay un líder natural que irradie una confianza plena y sea capaz de ganarse la voluntad del pueblo. Por eso, recientemente, manifestó en una entrevista: “La verdad es que yo tengo que ser muy prudente”, “Lo que lo preocupa a uno es que las piruetas politiqueras afecten la voluntad popular, que no debería ser”. Expresiones que dejan bien claro su estado de ánimo para lanzarse nuevamente. Y debe hacerlo, porque, frente a la realidad, la sentencia de López vive y seguirá vigente.
Sincelejo, 05 de agosto de 2009