Ensayista, narrador, cronista, poeta, purista
del lenguaje, gramatologo y critico literario ..

jueves, 31 de marzo de 2011

Crisis en la educación secundaria:

Se acabaron los profesores de castellano

Increíble: aquellos profesores de castellano, que sabían redactar una carta, que conjugaban correctamente los verbos irregulares, que recitaban y escribían poesías, que dominaban la gramática de Bello y que, como complemento, tenían una sólida y vastísima cultura general, hoy, lamentablemente, son una especie en vía de extinción. Los pocos que quedan, en algunos colegios de bachillerato y en ciertas universidades, sobre todo, en aquéllas que ofrecen estudios relacionados con el idioma castellano, se pueden contar con los dedos de las manos. Y, peor aún, en la expresión oral, ni se diga: es difícil encontrar un docente que domine el lenguaje, que se exprese con propiedad, que haga uso de variados registros idiomáticos y, en particular, que domine el régimen de las palabras en las construcciones. Todas estas cualidades, que enaltecieron a los profesores de castellano en tiempos pasados y que los hicieron famosos en los colegios y centros universitarios, han desaparecido totalmente del ambiente educativo. Sólo queda la historia y el reconocimiento de las muchísimas generaciones que tuvieron el privilegio de percibir sus conocimientos en los claustros escolares.


Y lo más llamativo de estos insignes educadores, es que la mayoría de ellos no exhibían títulos profesionales, no tenían las paredes atiborradas de diplomas de licenciado, de especialista, de posgrado, de maestría o de doctorado, como suele ocurrir en la actualidad. Eran simples profesores formados a pulso, verdaderos autodidactos, amantes del castellano y su única herramienta era la disposición y “el afecto por el idioma”, razón que, según los grandes académicos españoles, es el motivo esencial para alcanzar un excelente dominio del lenguaje, en sus dos grandes manifestaciones: la oral y la escrita. Eran profesores que se nutrían con la lectura permanente: devoradores de grandes obras literarias, de artículos y ensayos periodísticos, de poesías románticas, de obras dramáticas, de fábulas y apólogos, de dichos y refranes, de narraciones y relatos callejeros, de anécdotas personales y particulares y, en general, de todo aquello que les proporcionara conocimientos significativos para más tarde comentarlos –o socializarlos, como se dice ahora- en las aulas de clases. Por eso, estos docentes eran verdaderas autoridades en la materia y daba gusto oírlos cuando estaban en el ejercicio de la cátedra.


Hoy, todo esto ha cambiado, y la gran mayoría de profesores de castellano –o español- no tienen idea de lo que están enseñando, y todo lo orientan de una manera simploide. Generalmente, se dedican a seguir un texto, que les regalan las casas editoriales, y esto los convierte en “profesores modelo Radio Sutatenza”, “de una sola antena”, como solía decir el doctor Antonio Sanabria Quintana, mi profesor de latín en la Universidad Pedagógica de Tunja, hace muchísimos años. Son educadores que se les va el tiempo mandando a realizar tareas o a desarrollar talleres, que no reportan nada valorativo para los estudiantes, pues éstos, utilizando la ley del facilismo, buscan todo en internet y nunca aportan una mínima idea a los trabajos asignados. Y otros profesores, en particular de rango universitario, mandan a realizar “ensayos”, que es el término de moda, pero ellos no son capaces de redactar un escrito para poner el ejemplo. Son especializados en “mandar a hacer”, sin embargo, ellos “jamás hacen”. Y si no escriben, para demostrar su estilo, es porque no saben. Porque, el único bagaje que tienen es exponer teorías y teorías acerca del lenguaje.


Conozco muchos profesores de castellano que “jamás han escrito una línea”, no obstante, llevar hartísimos años ejerciendo la docencia. También, tengo algunos testimonios que he vivido personalmente. Por ejemplo, una vez, un profesor de lenguaje me dijo “que él jamás había podido entender esa vaina de los tiempos del verbo”, “que él no comprendía qué era eso del pluscuamperfecto”, otro, que es bastante amigo mío, en una oportunidad me confesó “a mí lo que más se me dificulta es dominar la ortografía”, y, también, en alguna ocasión, otro me comentó al descuido “que lo más difícil para él era conjugar correctamente los verbos irregulares”. Asimismo, han pasado por mis manos cartas y documentos, redactados por profesores de español, que están plagados de errores, no sólo ortográficos sino de contenidos: frases incoherentes, repeticiones viciosas, ambigüedad textual y pobreza discursiva. Todo esto es el reflejo de la indigencia idiomática en que se desempeñan muchísimos docentes de lenguaje, y que respaldan sus barbaridades con la sarta de títulos que han obtenido en instituciones superiores de poco reconocimiento, porque éstas tampoco cuentan con excelentes profesores en esta materia.


A propósito de esta crisis generalizada en los profesores de castellano, me vienen a la memoria muchísimos recuerdos de mis años de estudios, en especial, sobre los profesores de esta asignatura. Primero fue en la escuela primaria, donde tuve como maestro a don Tomás Daniels Avendaño, mi padre, quien, con sólo haber cursado los primeros años del bachillerato, escribía con letra barroca, dominaba la gramática de Bello y redactaba a la perfección toda clase de documentos. Fue él quien me incentivó el placer por la lectura y por el arte de escribir. Más tarde, cursando el bachillerato en el Colegio Pinillos de Mompós, tuve el privilegio de formarme bajo el manto sapientísimo de los profesores José A. Cabrales Meza y José Vicente Bohórquez Casallas. El primero, aparte de ser un maestro en gramática, no cesaba de recitar las poesías de Diego Fallón y los impecables sonetos de José Eustasio Rivera, y el segundo, además de su vastísimo conocimiento del lenguaje, tenía una expresión elocuente, recitaba los poemas de Julio Flórez y era un excelente orador. También gozaban de un prestigio singular en el dominio del castellano, los docentes Ricardo Rico Hernández y Teodoro Gómez Gómez, este último, un maestro de la literatura española: amante de los madrigales de Gutierre de Cetina y de los epigramas de don Manuel Bretón de los Herreros y de Leandro Fernández de Moratín.


Asimismo, me invaden la memoria las evocaciones que tengo de algunos connotados profesores de castellano que conocí en la ciudad de Tunja, cuando tuve la oportunidad de formarme en los celebérrimos claustros de la Universidad Pedagógica. Recuerdo, en particular, al doctor Gilberto Ávila Monguí, un ilustre maestro de las letras españolas, que recitaba pasajes de “El Quijote” y daba la impresión de haber conocido a Cervantes. Recuerdo las clases de gramática castellana que orientaba el profesor Bernardino Forero Forero, un verdadero artista en los análisis morfológicos y sintácticos del lenguaje, quien, además, era un ferviente admirador de los novísimos escritores latinoamericanos, empezando por García Márquez. Recuerdo las exquisitas exposiciones de Nicolás Polo Figueroa, oriundo de Pivijay, Magdalena, en las clases de semiología y de lingüística general. Y también recuerdo la fama desbordante que tenían los profesores Santos Amaya Martínez y Victor Miguel Niño Rojas, ambos, autores de diversos libros sobre gramática, comunicación y redacción española.


También, me es oportuno comentar que desde mi vinculación al Simón Araújo en 1977 he tenido la oportunidad de conocer a renombrados profesores de castellano, que han gozado de singular prestigio en Sincelejo, y aunque actualmente algunos se encuentran retirados de la cátedra, su pasión por el lenguaje continúa inalterable. Me basta citar a los profesores Enrique Sanjuanelo Medina, Alejandro Verbel Rivera, Eulogio Barón Cárdenas y Silvio Mesa Domínguez, quienes siempre se caracterizaron por ser destacados profesores de castellano: excelentes calígrafos, amantes de la ortografía, de la gramatica, de la buena redacción, de la riqueza expresiva y, en fin, de todo aquello que tuviera relación con el lenguaje. Valoro también los infinitos conocimientos del idioma, no solo del castellano, sino del griego y del latín que tenía el doctor José Elías Cury Lambraño, q.e.p.d., natural de Corozal, quien fue mi amigo personal y de quien aprendí muchísimos conocimientos, sobre todo, de la gramática histórica del español. El eminentísimo doctor Cury le legó a la posteridad númerosos libros y ensayos, sobre temas importantes y trascendentales del lenguaje.


Como es de esperarse, los resultados de esta pobreza formativa por la que atraviesan los profesores de castellano no se hacen esperar, pues ella se refleja en la apatía e indiferencia que muestran los estudiantes por la asignatura de castellano. Porque, son escasos los alumnos que manifiestan afecto por la lectura, por la redacción, por el enriquecimiento del lenguaje y por gozar de una buena expresión oral. La mayoría, se limita a lo mínimo, y a leguas se notan los bajos conocimientos lingüísticos y el paupérrimo dominio del idioma. Por su parte, los docentes, hacen lo mismo: no se preocupan por mejorar sus conocimientos, por adquirir libros especializados en la materia, ni por la lectura de buenas obras literarias. Inclusive, gran parte de estos educadores jamás compra el periódico o cualquier revista o documento de carácter informativo. Sin embargo, hoy parece que esta crisis académica que invade a los docentes de castellano ha hecho metástasis en todo el magisterio colombiano, pues, según afirma mi compadre Rafael Barrios Ortega, “no sólo se acabaron los profesores de castellano, sino que se acabaron los docentes de todas las asignaturas, ya que la mediocridad está visible, sin excepción, en los profesores de todas las áreas”. Y me identifico plenamente con él.

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